Sandra.
Cuando por fin se apagaron las fanfarrias de nuestra boda faraónica —y con “faraónica” me refiero a una celebración que fácilmente podría haber competido con una coronación imperial en extravagancia y gente que no conocíamos—, comenzó la parte verdaderamente absurda: nuestra vida "familiar".
Logramos convencer a nuestras respectivas familias de que, debido a compromisos laborales impostergables, la luna de miel se postergaba indefinidamente.
—¿Quizás el próximo año? ¿O lo combinamos con el cumpleaños de Artur? — decimos, con sonrisas prácticas.
En el fondo, ambos confiábamos en que, con suerte, el tema se olvidaría entre posibles escándalos financieros, catástrofes ecológicas o las guerras galácticas.
Lo que no pude posponer —por más excusas que intenté fabricar con desesperación creativa— fue mi mudanza al “Museo”. Así le decía yo, en mi cabeza, a la casa de Arthur: una mansión llena de los objetos del siglo XVIII, que su madre, amante de este arte, tenía allí como museo más apto para visitas guiadas que para la vida humana.
No es que me faltaran razones para quedarme en mi apartamento. Tenía todo cubierto: el trabajo a diez minutos, mi cafetera vieja que conocía mis mañanas, mis libros en orden caótico pero sagrado, y lo más importante: mi libertad feroz.
Podía limpiar escuchando heavy metal a todo volumen mientras bailaba con la escoba, sin preocuparme por si la vecina del 4B lo consideraba ofensivo para su perro asmático. Podía hornear un pastel a medianoche y olvidarme de sacarlo del horno sin que eso se tradujera en una tragedia doméstica con cobertura mediática. Y, si quería caminar desnuda hasta la cocina por un vaso de vino, lo hacía sin temor a toparme con un CEO tomando café y leyendo informes sobre la economía global.
Era mi espacio. Mi pequeño reino del caos funcional. Aunque Boris, mi ex, solía decir que yo era una ama de casa terrible. Y tenía razón. Porque no lo era. Nunca quise serlo. Y como ya era ex, todo me daba igual.
Pero Arthur fue claro. Categórico. Hasta gentil en su forma recordar el contrato:
—Tenemos que vivir juntos. Al menos por ahora. Para mantener las apariencias —dijo con esa voz suya que suena como si estuviera negociando un tratado de paz con condiciones secretas. – Para que nadie hace las preguntas incomodas.
Irónicamente, el hecho de que viviéramos en partes completamente diferentes del “Museo” debía evitar sospechas. Aunque, a mi entender, eso debería haberlas provocado aún más. Porque ¿qué clase de pareja recién casada duerme en extremos opuestos de una casa sin cruzarse siquiera para discutir por el control remoto?
—No te preocupes, nadie se enterará. Mis asistentes saben mantener la boca cerrada —dijo Arthur con esa sonrisa suya que parece sacada de un anuncio de whisky caro.
Iba por delante, mostrándome mi nuevo apartamiento, abriendo todas las puertas.
—¿Te gusta? —preguntó Arthur, girándose hacia mí con una leve expectativa, como si realmente le importara mi opinión… o tal vez solo jugaba a ser buen anfitrión.
—Sí —admití, con honestidad involuntaria. Porque, contra todo pronóstico, me gustaba.
Era un espacio moderno, contenido, incluso cálido en su frialdad. Sin rastros del rococó desbordado que invadía el resto de la mansión. Era una suite entera, más grande que mi piso entero —y eso sin contar el baño, que parecía un spa de cinco estrellas. Todo era inesperadamente moderno: muebles de líneas limpias, tonos neutros, ni un solo querubín dorado ni un espejo con marco de molduras del siglo de Luis-cualquiera.
Esto parecía mío. O al menos, algo en lo que podría fingir que lo era.
—¿Y tú? ¿Dónde vivirás? —pregunté.
—En otra parte de la casa —respondió, con esa naturalidad de quien tiene alas enteras a su disposición. Luego, como si recordara que los humanos también comen, añadió—: Si no te molesta mi compañía, te sugiero que cenemos juntos. Abajo, en el comedor principal.
—¿Cenar? —repetí, más por costumbre que por sorpresa. —¿Para qué?
Arthur encogió ligeramente los hombros. No con indiferencia, sino con ese tipo de franqueza inusual en él, casi melancólica.
—No me gusta cenar solo.
La frase me tomó un poco por sorpresa. No era un lamento, ni una confesión íntima, pero tenía una humanidad desarmada que no esperaba encontrar en medio de esas paredes de mármol.
—¿Y el desayuno? —pregunté con fingida ligereza, queriendo aligerar el momento incómodo.
—Normalmente no desayuno en casa —respondió él, volviendo a su tono habitual—. Solo tomo café. Si tengo tiempo.
—Bien. Acepto lo de cenar juntos hoy. Pero no hago promesas para las otras cenas, —dije, acomodándome el bolso sobre el hombro con teatralidad—. Todos los problemas en mi trabajo suelen estallar por las noches. Después de rodar, los actores y directores sienten una especie de fiebre creativa y acaban en situaciones que harían llorar a un abogado y fascinar a un tabloide.
Arthur sonrió, levemente.
—Me parece justo. Seremos una pareja moderna: cenas opcionales, independencia estructural, y reparto equitativo del sarcasmo.
Y por un momento, sentí algo parecido a la tranquilidad. No era hogar, todavía. Pero tampoco era del todo hostil. Como si entre los mármoles, los silencios y las reglas tácitas, pudiera caber también un poco de aire para respirar.
De hecho, los dos primeros meces no estuvieron mal. Bastante bien, incluso, si se tiene en cuenta el shock de mudarme a una casa que parecía un museo, con pasillos que resonaban como si alguien invisible caminara detrás de mí, y más normas de etiqueta que en un internado inglés.
Tuve que adaptarme. A la rutina extraña de tener guardias en la puerta que me saludaban como si fuera una dignataria extranjera. A los empleados que aparecían como fantasmas silenciosos para dejar flores frescas o limpiar el desastre que dejaba por la mañana, cuando me arreglaba para ir al trabajo.