Sandra
La vida familiar —ese eufemismo pulcro para describir la convivencia entre dos desconocidos que han firmado un contrato nupcial con más cláusulas que afecto— transcurría en una especie de equilibrio diplomático.
Arthur y yo no éramos amigos íntimos, más parecíamos unos cómplices, porque habíamos logrado establecer una union elegante. Durante las cenas —preparadas por un chef que parecía más curador gastronómico que cocinero— conversábamos con una cortesía casi fluida, sin tensiones ni silencios incómodos. A veces incluso salíamos juntos, sin pretextos ni obligaciones, simplemente para cambiar de aire. No era exactamente cercanía, pero tampoco era guerra fría. En resumen, había dejado de quejarme mentalmente cada mañana y, lo más sorprendente, ya no sentía que casarme con él había sido un error irreversible.
Y todo habría seguido así, si no hubiera sido por el maldito gato.
Bueno, gata. Se llamaba Madame Bovary, por supuesto. Porque si alguien iba a tener una gata neurótica, caprichosa y con nombre de heroína literaria condenada al desastre, era Sebastián Ventura.
Sebastián era casi una leyenda: un actor brillante que en los años 80 y 90 había llenado cines, portadas y corazones. Su rostro había sido sinónimo de pasión, misterio y frases memorables que generaciones de fans aún citaban con devoción. Hoy, en cambio, trabajaba en nuestra productora, interpretando con dignidad inquebrantable a millonarios seniles, abuelos excéntricos y patriarcas al borde del colapso familiar, en dramas de bajo presupuesto que luchaban cada semana por mantenerse en emisión.
La llamada llegó una tarde cualquiera, justo cuando yo acababa de repasar una montaña de contratos para una nueva serie. Estaba guardando el portátil, soñando con llegar a casa y encerrarme en mi cuarto como una adolescente antisocial. Pero vi su nombre en la pantalla y, aunque hubiera estado en llamas, habría contestado igual.
Porque Sebastián no era solo un colega. Había sido amigo íntimo de mis padres, actor fetiche de mi madre, confidente improbable de mi adolescencia… y, de forma medio oficial, mi padrino. De esos que nunca aparecen en Navidad, pero que te llaman a las seis de la tarde desde Urgencias con noticias que inevitablemente cambian tu día. Y además, porque era él: encantador, brillante, indomable, con ese magnetismo decadente que sólo tienen los hombres que se saben en declive… y deciden hacer de eso un arte.
También era, por supuesto, completamente incapaz de organizar su vida. Donde otro veía caos, él veía oportunidad dramática. Donde la gente resolvía con lógica, él improvisaba con poesía. Siempre estaba al borde de un desastre… y siempre lograba que te rieras antes de que explotara del todo.
Aquella tarde, con voz entre grave y melodramática, me dijo:
—Nena… me internan. Bronquitis, faringitis, o alguna cosa que suena peor de lo que es. Pero me tienen en observación. Y ella se queda sola.
—¿Quién es ella? —pregunté, temiéndolo.
—Madame Bovary —dijo, como si hablara de una diva internacional—. Está triste, está confundida… y además, se niega a comer las croquetas baratas. Me mira con reproche desde su cojín. Creo que piensa que la estoy abandonando. Necesito que la cuides.
—¿Qué? – exclamé, sin entender.
—Solo por unos días, Sandra. Nadie más puede hacerlo. Mi vecina le tiene fobia. Y tú eres su madrina espiritual, ¿recuerdas?
Yo no recordaba tal cosa, pero en fin. No pude negarme. A Sebastián simplemente no se le decía que no. Acepté su petición con esa mezcla de culpa anticipada y absurda esperanza de que todo saldría bien… sin imaginar, por supuesto, la avalancha de complicaciones que estaba a punto de desatar con un solo "sí".
Llamé a mi madre para contarle que Sebastián estaba en el hospital. Lo hice con la naturalidad de quien informa sobre el clima, sin entrar en detalles, ni mucho menos mencionar a Madame Bovary.
Mi madre, además de tener una sensibilidad extrema hacia el melodrama humano, padecía una alergia catastrófica al pelo de gato. Bastaba con ver una foto de un felino para que le picara la nariz. Así que lo último que quería era que entrara en pánico o, peor aún, me sermoneara con tono de ópera trágica sobre los riesgos del contacto indirecto con “esa fauna doméstica”.
Por lo tanto, si pedirle ayuda para cuidar a Madame era ya una idea absurda, pedirle permiso a Arthur para aceptar un gato en su casa rozaba un suicidio.
Sabía perfectamente cuál era su postura sobre los animales —y en especial los gatos—: ni simpatía, ni paciencia, ni excusas. Parece que Arthur tenía un trauma emocional a cualquier forma de ternura peluda. Para él, un gato era la trinidad del caos: pelo, uñas y maullido infernal. Incompatible con su universo optimo.
Así que no me quedaba otra opción. Introducir a Madame Bovary de forma ilegal en la casa y convertirme, al menos por unos días, en contrabandista felina a tiempo parcial.
Enfundada en su transportadora de diseño vintage —porque, naturalmente, Sebastián no haría nada sin una dosis mínima de teatralidad estética—, Madame Bovary fue infiltrada en la casa como si se tratara de una agente secreta en misión encubierta. Solo que, en lugar de veneno en una cápsula o planos nucleares, llevaba una expresión de desprecio felino absoluto hacia todo lo que no fuera caricias, salmón y respeto.
La introduje a hurtadillas, bordeando a los empleados como si fueran sensores de movimiento, con el corazón latiéndome en la garganta cada vez que escuchaba pasos en el pasillo. Ni James Bond habría manejado tanta tensión por una misión de infiltración.
La instale en mi habitación. Le puse agua, comida, su bandejita para los dramas fisiológicos. Cerré las puertas. Cerré las ventanas. La advertí con seriedad:
—Escúchame bien, Madame. Aquí no puedes maullar, ni salir de esta habitación, ni mirarme con cara de tragedia rusa. Esto es una operación encubierta. Un desliz y estarás en la calle. En cuanto Sebastián se recupere, te vas a casa. ¿Entendido?