Sandra.
El agua caliente me caía por la nuca como una tregua breve en medio de tanto control. Me encantaba ese momento: unos pocos minutos en los que no tenía que pensar en trabajo, ni en el contrato, ni en Arthur, ni en Boris. Solo yo, el vapor... y Madame, que seguramente estaría dormida como una reina en su rincón habitual.
O eso creí, hasta que escuché un ladrido desgarrador desde afuera. El perro de los guardias. Gruñendo como si hubiera descubierto un espía internacional en el jardín.
Me congelé.
—Madame —susurré, ya sabiendo.
Corrí fuera de la ducha sin siquiera secarme bien, me envolví en la primera toalla que encontré y atravesé la habitación, notando que la maldita gata no estaba en su rincón y la ventana a la terraza estaba abierta. Rápidamente fui allí, rezando para que no fuera lo que sospechaba.
Pero lo era.
En cuanto salí a la terraza, la vi. Una sombra peluda, ágil, trepando el árbol que separaba mi ala del ala de Arthur. ¡Subiendo! Como si entrenara para una misión secreta. Pero, no. Abajo estaba el perro ladrando, como loco. Un segundo después, Madame desapareció entre las hojas. No dudé, porque sabía, que esta cabrona saltará a la terraza de Arthur. Me lancé por el pasillo como alma que lleva el diablo.
—¡Madame! ¡No, no, no!
Corrí por el pasillo sin dignidad alguna, dejando las huellas mojadas en el suelo de mármol, la toalla haciendo lo que podía por mantenerse en su sitio, y yo... completamente ridícula.
Cuando llegué a la terraza de Arthur, lo primero que vi fue la escena más surrealista de mi vida: Madame, en posición de ataque ninja, sobre la espalda de Arthur, que estaba de pie, agitando los brazos como si estuviera poseído por un demonio con pánico escénico.
—¡Madame! —grité aliviada, lanzándome hacia ella como un policía en apuros. Bueno, un policía deteniendo un delincuente con complejo de superioridad.
La gata por fin saltó a la mesa y de allí a la cama, donde la atrapé.
La cogí en brazos como pude, ignorando su bufido de desprecio imperial. Arthur me miraba como si acabara de cruzar ilegalmente una frontera a modo clandestina.
—¿Madame? ¿Quién es Madame? – gritó.
—Ella —jadeé, aun recuperando el aliento—. Lo siento, ¡de verdad! Se escapó por la ventana, cuando estaba en la ducha. No pensé que pudiera saltar tan alto, pero... aparentemente es un ninja.
Arthur no parecía muy impresionado. Tenía el hombro arañado y la camisa manchada de sangre como si hubiera salido de una pelea en una taberna en bario bajo.
El intercambio que siguió fue menos trágico de lo que pudo haber sido. Aunque por dentro, yo ardía de rabia y culpa. Sí, había traído a la gata sin avisar. Sí, sabía que Arthur era maniáticamente ordenado y no le gustaban animales. Pero Sebastián estaba en el hospital. ¿Qué se suponía que hiciera? ¿Dejar sola a una criatura que me miraba como si fuera su última esperanza en la Tierra?
Cuando me giré para volver a mi habitación con Madame en mis brazos como princesa rescatada, lo escuché protestar, exagerando el drama de sus “heridas de guerra”.
Respiré hondo. Volví sobre mis pasos. Porque podía estar molesta, pero tampoco era una salvaje. Y, aunque nunca lo admitiría, me preocupaba. Su tono tenía algo que no era solo rabia... era otra cosa.
—Espera. Voy a buscar algo para curarte.
Me respondió algo negativo, pero tampoco me detuvo.
Y mientras subía a mi habitación, pensé en lo ridículo que era todo.
Ridículo que yo, Sandra Ruiz, estuviera viviendo en una mansión como esposa contratada de un hombre que me desesperaba y me intrigaba a partes iguales. Y más ridículo aún que me importara si ese hombro sangrante le dolía demasiado, por eso cogí mis pastillas para el dolor, que me recetó mi ginecólogo para aliviar las molestias menstruales.
Cuando volví, Arthur ya no estaba enfadado, sino con esa expresión de “he visto cosas” que uno espera de veteranos de guerra, no de hombres atacados por gatos con aires de grandeza.
Llevaba una bata ligera, la primera que encontré, sin pensar en lo que provocaría. No era el momento para vanidades. Puse la caja de primeros auxilios en la mesa.
—Siéntate —le ordené, más por costumbre que por autoridad real. Tenía esa mirada de niño grande que hace caso solo cuando se siente derrotado.
Abrí la caja con experiencia de una enfermera. Alcohol, gasas, antiséptico. Lo había hecho mil veces. Por mí, por mis hermanos. En la infancia tuviéramos heridas peores. Esta, al menos, no era muy profunda, aunque sangraba bastante.
Se desabotonó la camisa con torpeza. Me concentré en la herida, pero no podía ignorar el calor de su piel bajo mis dedos. No estaba acostumbrada a tocarlo. No así. Él tampoco, lo noté. Estaba tenso. O nervioso. O ambas.
—¿Duele?
—Un poco.
—Toma esto —dije, sacando el frasco blanco del bolcillo de la bata. Era un analgésico y relajante muscular. Perfectamente legal. Inofensivo y muy eficaz.
—¿Me estás medicando con… drogas misteriosas?
—Relájate, Sherlock. Es para el dolor. Y para que dejes de quejarte como un actor de telenovela.
Se la tomó sin más, como si confiar en mí ya no le costara tanto.
Grave error.
A los cinco minutos, algo cambió en su mirada.
—¿Estás bien? —pregunté, pero ya sabía la respuesta.
—Tú… tú pareces diferente.
—¿Diferente cómo?
Me miró como si yo fuera la respuesta a todas sus preguntas existenciales.
—Como… una diosa… Lorena.
Me congelé.
El nombre se clavó en el aire como un cuchillo frío.
—¿Qué dijiste?
Pero Arthur no parecía consciente de mi pregunta. Me tomó de la mano con una dulzura que jamás le había visto. Sus dedos temblaban. O los míos.
—No te vayas —susurró, besando mi mano—. Podemos intentarlo. Esta vez de verdad. Esta vez sin miedo… solo tú y yo...
—Arthur… ¿qué haces? – intenté sacar mi mano.