Arthur.
Desperté con la cabeza pesada. Como si hubiese pasado la noche bebiendo whisky barato en un bar de carretera. Pero estaba en mi cama, entre sábanas limpias.
El sol entraba por la ventana, cálido, dorado, sereno. Una luz que no tenía nada que ver con el malestar que se revolvía dentro de mí. Me di la vuelta en la cama y entonces la vi.
Sandra dormía a mi lado.
Al principio no lo entendí. Me quedé quieto, mirando su espalda descubierta, el cabello desparramado sobre la almohada como una cortina oscura. Parecía tranquila. Dormida. ¡Desnuda!
Y eso me asustó aún más.
Me levanté con cuidado, sintiendo el corazón latirme como si fuera a reventar. No quería despertarla. Mi cuerpo estaba caliente, como si algo lo hubiera despertado antes que a mí. Pero lo peor fue cuando bajé la mirada y vi mi camisa en el suelo: arrugada, manchada de sangre seca.
Me toqué el costado, y una punzada me sacudió. Fui al baño, giré al espejo de espaldas y vi unos arañazos. También mi hombro desnudo… con una herida superficial, ya cerrada, pero aún sensible. No profunda, pero fea. No recordaba haberme golpeado. No recordaba haberme peleado. No recordaba nada.
Me senté en el inodoro y, agarrando la cabeza con las manos, intenté recordar al menos algo. Pero lo último que vi con claridad fue que estaba sentado en la terraza, hojeando reseñas de clínicas de reproducción asistida. Luego, otras imágenes borrosas, desconectadas: Sandra envuelta en una toalla, un perfume que no era el suyo, una voz que parecía la de Lorena pidiéndome algo. ¿Estuvo aquí? ¿O fue mi cabeza otra vez? ¿Y si no fue solo una noche? ¿Y si fue un brote? ¿Y si estoy volviendo a caer en una enfermedad aún más grave, sin darme cuenta? ¿Y si hice algo terrible? ¿Con Sandra?
Me levanté, lavé la cara con agua fría y miré al espejo.
Lo que vi en el espejo no era yo. Era una versión opaca, sucia, sospechosa. Un hombre que no podía probar su inocencia. Porque ni siquiera sabía si era inocente.
—¿Bien? ¿Han vuelto tus fantasías? ¿Qué le hiciste a la pobre muchacha? Ella luchó, pero aun así te saliste con la tuya, aunque perdiste un poco de sangre... ¿O conciencia? ¡Violador! —gritó mi voz interior.
—¡No! No. Esto no puede ser. No pude hacer eso —respondí susurrando.
—Puedes. Hace tiempo que la deseas. —se rió entre dientes la voz interior.
Cogí un poco de agua y la eché sobre mi reflejo en el cristal, tratando de alejar los malos pensamientos.
Me miré las manos, como buscando pruebas de algo. Como si pudiera encontrar una verdad en las palmas. Nada.
Sandra.
Su cuerpo junto al mío.
Las sábanas revueltas.
Mi herida. Su ropa en el suelo.
Todo encajaba con una sola idea, brutal y monstruosa:
¿Nos peleamos? ¿La forcé?
La garganta se me cerró. Quise respirar hondo, pero el aire no entraba. El corazón me golpeaba como si estuviera escapando de un crimen. ¿Por qué no podía recordar nada?
¿Y si ella me lastimó primera… y después la…?
De nuevo miré al espejo, pero ahora, entre las gotas de agua, vi algo peor: el miedo. Ese miedo sucio, primitivo, que siente el hombre que sospecha que cruzó una línea irreversible. Que no puede justificar lo que no recuerda. Que no puede defenderse… ni perdonarse.
Volví al cuarto. Me paré en la puerta.
¿A lo mejor huir? Dejar que se relaje y luego hablar.
No. Nunca huía de mis errores.
Tengo que arreglarlo, pedir perdón, explicarle que tengo depresión, que tomo medicación, que no sé qué pasó, que voy al médico ahora mismo, para...
No sabía cómo, pero tenía que hablar con ella.
Me vestí y me senté en el borde de la cama, mirando mis manos, mis piernas, la ropa esparcida. Una línea de sudor frío me bajaba por la espalda.
—Sandra —dije en voz baja, casi temblando.
Ella abrió los ojos. Lenta. Como si ya supiera que este momento iba a llegar.
Se incorporó, cubriéndose con la sábana, observándome con algo parecido al miedo. O al juicio. O al dolor.
—¿Qué pasó anoche? —pregunté, temblando, temiendo escuchar una verdad horrible—. Porque no lo recuerdo. Nada. Solo… me desperté aquí, contigo.
Ella tragó saliva. No respondió de inmediato. Y ese silencio me hizo sentir aún peor. Pensé, por un momento, que mi depresión había evolucionado en algo peor… en una esquizofrenia.
—Lo lamento mucho… lo que sea que te haya hecho —dije con la voz quebrada, observándola en busca de huellas de mi violencia—. Entiendo que no puedo ser perdonado por algo así... pero ¿cómo pasó? Con esto en el hombro, con mi ropa tirada en el suelo… No sé si te hice daño. De verdad. Créeme, no era yo. No sé cómo decirlo…
—No me hiciste daño —me interrumpió Sandra, con calma, como si llevara ensayando esa frase desde que despertó.
—¿Y esto? —señalé la herida, furioso conmigo mismo—. ¿Qué es esto, entonces? ¿Nos peleamos? ¿Me defendí? ¿Te lastimé?
—No, Arthur. No me lastimaste. No nos peleamos. Tus heridas… fueron de la gata. La gata que tenía en mi habitación. Se me escapó. Madame se asustó y saltó sobre ti —explicó.
De repente, como si alguien encendiera la luz en mi cabeza, la memoria comenzó a armar las piezas. La gata. Su salto inesperado. El rasguño. Sandra en toalla. Su nombre. Todo encajaba… casi todo.
—Está bien, me acuerdo de la gata… pero ¿cómo acabamos en la cama? —pregunté, más tranquilo, pero todavía con un nudo en el pecho. Al menos no la golpeé. No la forcé. Mis heridas tenían una explicación.
—Te quejabas del dolor, como un niño. Intenté ayudarte. Te di una pastilla —dijo Sandra, bajando la mirada.
—¿Qué?
—Un analgésico. Con relajante muscular. Para el hombro. Te dolía, y estabas alterado. Yo… no sabía que habías bebido. No sabía que podía hacerte reaccionar así —dijo, señalando un frasco en la mesa.
Me puse de pie de golpe, como si me hubieran tirado un balde de agua helada en la cara.