Arthur.
Después de dar vueltas como un animal enjaulado durante más de dos horas, decidí hacer lo único sensato que me quedaba: llamé a mi terapeuta.
El doctor Levin contestó a la segunda llamada, con su voz tranquila, siempre cargada de esa paciencia casi antinatural.
—Arthur, ¿qué sucede? —preguntó, apenas escuchó mi voz cargada de ansiedad.
—Me puedes atender hoy? —pedí con esperanza. —Es que me pasó anoche algo raro y necesito que me ayudes.
Él estuvo en silencio unos segundos y luego aceptó verme en una hora. Sin perder el tiempo me fui a su consulta y cuando me senté en el sillón, no supe ni por dónde empezar.
En fin, le conté todo. Desde el matrimonio falso, la herida de la gata, hasta la pastilla para el dolor que me dio mi “esposa”, pasando por las delirantes imágenes de Lorena, mi sentimiento de culpa por la mañana, porque no recordaba nada y pensaba que fui un monstruo anoche, terminando en la pelea con Sandra por la mañana. Todo.
No escondí nada. Ni mis acusaciones ni mis gritos. Ni siquiera la parte en la que admití que no sabía si había deseado a Sandra o a Lorena.
Hubo un largo silencio, Levin me estaba mirando con interés y finalmente habló:
—Arthur, lo que describes es una reacción típica de interacción farmacológica adversa. No deberías haber mezclado ansiolíticos con alcohol y otras pastillas. Pero quiero que entiendas algo importante: no perdiste la conciencia. No actuaste fuera de ti mismo.
Los medicamentos y el alcohol disminuyen los mecanismos de control inhibitorio del lóbulo prefrontal, sí, pero no crean deseos inexistentes. Solo amplifican los que ya estaban ahí.
—¿Entonces no fue culpa de la pastilla? —pregunté en voz baja, casi esperando que dijera que sí, que todo había sido un accidente químico, una alucinación provocada.
—No, Arthur, yo no dije eso —respondió Levin con calma, pero sin titubeos—. Lo que dije es que no estabas en un estado de incapacidad total. Tus acciones estuvieron influidas, sí, pero tus deseos eran reales. Lo que sentiste hacia Sandra fue una respuesta emocional y física completamente natural. Nada forzado. Nada inducido artificialmente.
—¿Y Lorena? Creí... creí que era ella —insistí, casi como un niño que se aferra a una mentira reconfortante.
—Creo que fue tu mente defendiéndose. Todavía cargas con Lorena como un fantasma —explicó Levin, entrecruzando los dedos—. Has convertido su recuerdo en una especie de filtro. Todas las mujeres pasan por él antes de que puedas acercarte. Deseas a Sandra, pero ese deseo te asusta. Y justo cuando empieza a volverse real, aparece Lorena. Como un perro guardián entrenado para proteger tu herida abierta. Para recordarte que no puedes ni confiar ni amar.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
—¿Recuerdas el momento exacto en que apareció? —insistió Levin.
El recuerdo me golpeó con claridad brutal: Sandra inclinada sobre mí, el roce casual de su muslo contra mi mano, el olor a vainilla de su gel de ducha y sus dedos en mi espalda. El latido acelerado de mi sangre.
—Fue... cuando me curó la herida hecha por su gata, —Tragué saliva. —Estaba demasiado cerca.
Levin señaló el aire con un dedo, triunfal.
—¡Ahí está! —sonrió Levin con un gesto leve, sin juicio, solo claridad—. Lorena apareció justo cuando deseaste tocar a Sandra. No fue al azar. Fue tu defensa automática.
—Entonces no se trata de Sandra...
—Exacto. Sandra no tiene responsabilidad alguna en lo que ocurrió. Ella intentó ayudarte, no manipularte. Lo que pasó entre vosotros fue producto de una mezcla de vulnerabilidad emocional, excitación física y una pequeña alteración neuroquímica provocada por el vino y los medicamentos. No de una intención maliciosa.
—Pero... ¿por qué no recordaba nada al despertar?
—Es probable que tu mente entrara en estado disociativo al enfrentarse a algo que no podía procesar de inmediato —dijo con tono clínico, pero no frío—. Un mecanismo de defensa clásico: ves a Sandra en tu cama y tu conciencia se protege, crea un vacío. Pero después, con calma, todo fue regresando. Y eso es importante.
Me pasé las manos por la cara, frotándome los ojos. Me sentía más expuesto que nunca, como si hubieran corrido la cortina y por fin pudiera ver el escenario completo... y no me gustaba del todo lo que veía.
—Entonces... —dudé—, ¿fue mi culpa?
Levin negó suavemente con la cabeza.
—No se trata de culpas, Arthur. Se trata de comprensión. De asumir que tus emociones hacia Sandra ya existían antes de cualquier sustancia. La noche pasada simplemente quitó tus filtros, tus armaduras, y las puso frente a ti. La verdadera pregunta ahora es otra.
Me miró directo, sin rodeos.
—¿Qué significa Sandra para ti?
La pregunta no fue una bala, fue una lanza. Lenta, certera, directa al centro del pecho.
—¿Qué representa Sandra para mí? Nada. Es simplemente...
Me detuve.
No pude terminar la frase.
Porque, en ese preciso momento, entendí que no era nada simple. Ni Sandra como persona, ni nuestro matrimonio falso, ni lo que ella había llegado a significar para mí en tan poco tiempo, eran cosas simples. Nada en ella lo era.
Sandra era una paradoja viva.
Era refugio y desafío. Había momentos en que su sola presencia me devolvía la calma, como si su risa tuviera el poder de ahuyentar a los espectros que habitan en mi cabeza. Y otros, en cambio, en que su mirada directa, su tono irreverente, su sarcasmo, me arrastraban al borde del colapso emocional. Como hoy por la mañana. Me sacudía. Me sacaba de mi cómoda anestesia interior.
¿Cómo se nombra algo así?
No sentí ese amor de postal, de canción cursi que suena en las radios de madrugada. Eso creí tenerlo con Lorena. Pero ahora me di cuenta de que Lorena fue una especie de espejismo: elegante, idealizada, perfecta en su inaccesibilidad. Una pantalla brillante sobre la cual proyecté todo lo que necesitaba creer del amor. Pero ella era solo eso: una idea.