Sandra.
La ira no se disipó en todo el día. Ni contra Arthur, ni contra mí misma, ni contra Madame. Era una rabia densa, persistente, como el humo que queda flotando después de un incendio. Y para empeorar las cosas, el clima había dado un giro brutal. El otoño se había instalado sin pedir permiso, trayendo consigo una llovizna fina, insistente, y un cielo plomizo que parecía burlarse de mi mal humor.
Necesitaba salir de mi cabeza. Respirar otra atmósfera que no oliera a reproches y fantasmas. Así que pensé en llamar a alguien. Casi marco su número —el de Arthur—, por inercia más que por deseo real. Pero mi dedo se detuvo a tiempo, y antes de que la llamada se completara, lo borré.
Marqué otro número.
Diana contestó al segundo tono.
—¿Hola? —dijo, con esa voz arrastrada que solo tiene una mujer embarazada recién despierta.
—¿Te desperté?
—Sandra... —suspiró con ternura—. No, pero últimamente tengo sueño a todas horas. Literalmente, el bebé me drena como un parásito con modales.
—¿Pero puedes mantenerte despierta un par de horas? —bromeé, forzando una risa que me saliera del pecho y no del resentimiento.
—Intentaré. —Se rió también, esa risa suya que siempre parecía limpiar un poco el aire—. Ven. Estoy en casa. León se fue al trabajo y tengo antojo de café decente. Tráeme uno. Y galletas. Muchas. Y de las blanditas, no de esas que parecen yeso.
—¿Estás segura de que el café no te va a hacer daño?
—Tranquila, ya tuve mi cita con la doctora. Todo está bajo control. El café es descafeinado y las galletas son para el alma —rió, y colgó antes de que pudiera seguir preocupándome.
Mi amiga estaba embarazada y, sorprendentemente, feliz. Ella y León habían logrado aclarar sus diferencias. Yo no era fan de él —demasiado serio, demasiado dueño del mundo—, pero la forma en que Diana lo miraba... bueno, no era asunto mío. Si ella estaba en paz, ¿quién era yo para envenenarle la ilusión?
Una hora después, estaba en su sofá, ese con cojines siempre mal acomodados y olor a hogar. Diana acariciaba su vientre de casi cinco meses con una mano mientras en la otra sostenía una taza humeante. Me observaba como solo una amiga verdadera puede hacerlo: sin juicio, pero con un radar emocional infalible.
Y hablé.
Le conté todo. Sin filtros.
Desde la noche confusa, los gestos ambiguos de Arthur, su rechazo brutal a la mañana siguiente, hasta el vacío que dejó después. El ruido mental. El dolor de ser malinterpretada. Y cuando terminé, con la garganta un poco seca y las manos apretadas en el regazo, murmuré:
—No esperaba gran cosa, Diana... pero al menos una disculpa. Una mínima señal de que entendió que no hice nada a propósito. ¿O sigue convencido de que lo drogué para llevármelo a la cama?
Diana bajó la taza con cuidado. Pensó un segundo, antes de responder.
—Las cosas nunca fueron simples con Arthur. Nunca lo serán.
—Puedo adivinarlo. —Solté una risa amarga, casi un ladrido. Luego suspiré, agotada—. Debería haberlo pensado mejor antes de aceptar ese maldito matrimonio por contrato. Vamos, ¿quién en su sano juicio se casa con una desconocida y encarga un hijo por vientre subrogado? Tenía que haber una grieta muy profunda ahí.
—Lo hay. Recuerdo que León me dijo una vez que Arthur había intentado suicidarse. Que solo el trabajo y la fábrica lo sacaron del pozo.
—¿Por Lorena? —pregunté, más para confirmar que para abrir el tema.
—¿Lorena? ¿Quién es Lorena?
—Su ex. —expliqué con voz baja—. Lo dejó. Se casó con un científico —físico, químico, no sé— y se fue a vivir a Estados Unidos con él. La vi en la clausura de la exposición en Ginebra. Arthur... casi se desmayó al verla. Literalmente.
Diana frunció el ceño.
—¿Y tú crees que todavía la ama?
Me quedé en silencio un instante.
—No lo sé. No estoy segura de que él sepa qué siente por nadie. Pero si me guío por lo que hace... diría que todavía está demasiado roto como para sentir algo que no lo asuste.
Ella me miró con una dulzura melancólica.
—A veces, no es que no quieran querer... Es que no saben cómo hacerlo sin destrozar.
Las palabras de Diana flotaron un instante en el aire, como si ella misma necesitara procesarlas antes de dejarlas caer del todo. Hizo una pausa. Luego me miró con una gravedad tranquila, la que solo tienen las mujeres que han atravesado incendios emocionales y han salido caminando, aunque con las pestañas quemadas.
—Mira, te voy a decir algo que quizá no te guste —empezó, sin suavizantes—. Yo sé que en el fondo todavía quieres encontrar una explicación que te calme. Una versión de Arthur que te permita perdonarlo sin sentir que te estás traicionando. Y puede que esa versión exista. Puede que él esté realmente hecho pedazos. Puede que te desee, que te tema, que se confunda, que no sepa cómo acercarse sin herirte. Pero nada de eso cambia una cosa, Sandra.
Levanté la mirada.
—¿Cuál?
—Que tú no estás aquí para salvarlo. No es tu trabajo reconstruirlo. Ni cuidarlo. Ni esperar a que un día por fin sepa cómo quererte sin destruir lo que eres.
Me quedé en silencio. Sentí un nudo en la garganta, uno espeso, difícil de tragar.
—¿Por qué? —susurré, casi sin creer que estaba diciendo eso en voz alta.
—Porque primero necesitas encontrarte a ti misma —respondió Diana con suavidad, sin apartar los ojos de los míos—. Tú también aceptaste este matrimonio, ¿recuerdas? Y no fue por dinero, ni por comodidad. Fue por algo más profundo. Tal vez, sin darte cuenta, también estás huyendo. Tal vez temes volver a abrir el corazón. Temes confiar, y temes perder de nuevo.
Aparté la mirada. Sentí que sus palabras se deslizaban bajo mi piel, hurgando donde aún dolía.
—Dos personas heridas por el amor no pueden construir algo sólido juntas —continuó—. Viven en guardia. Siempre alerta. Con miedo de repetir el mismo dolor. Y cuando uno vive mirando por el retrovisor, nunca ve lo que tiene delante. Nunca ve al otro.