Cómo te lo digo...

Capítulo 43. Amor amputado, amor naciente.

Arthur.

Después de aquella conversación con Levin, intenté varias veces hablar con Sandra. Iniciar algo real. Decirle la verdad, aunque no supiera exactamente cuál era. Pero nunca encontraba el momento... o el valor.
La culpa que cargaba por lo que le había hecho no era una punzada. Era una sombra. No me aplastaba, pero me seguía a todas partes. Persistente, como el zumbido sordo de un electrodoméstico encendido en otra habitación. No duele... pero tampoco te deja descansar.

Sabía que algo había cambiado en ella tras aquella noche. Se le notaba en los pequeños gestos: en la forma medida en que se apartaba al cruzarnos, en las sonrisas correctas pero huecas, en los “gracias” que sonaban como despedidas camufladas.
Sí, intenté compensarla con regalos. Un gesto estúpido, lo sé. Pero estaba desesperado.
Elegí una pulsera de rubíes pensando en el tono cálido de su piel. Nunca la usó.
Tampoco los pendientes de diamantes. Ni el colgante de zafiro, que compré convencido de que le arrancaría al menos una chispa de ilusión.
Más tarde vinieron los objetos más “prácticos”: un bolso de Prada, un reloj Gautier. Nada de eso funcionó. Sé que los recibió. Pero nunca los vi puestos. Imagino que están en algún cajón, perfectamente doblados en su indiferencia, como testigos mudos de algo que no nació o murió antes de comenzar.

Pero no eran los objetos ignorados lo que me dolía.
Era ella. Su silencio. La muralla.
Y esa habilidad sutil para desmontar cada intento mío con un par de frases que no eran crueles... pero sí definitivas.

Si le proponía cenar fuera, me respondía con voz neutra:
—¿Esto es parte de nuestro “matrimonio feliz” para la galería?
—No. Solo pensé que tal vez te gustaría salir.
—Lo siento. Hoy tengo mucho trabajo.

Y así, una y otra vez, como si cada propuesta mía fuera una piedra más en su muro de contención. Me sentía torpe, infantil, inútil. Y, lo peor, empezaba a pensar que Levin se equivocó al creer que aún tenía algo que salvar en mí. Quizás ya era demasiado tarde para pedir perdón.

Una mañana, cuando aún no había luz del todo, sonó mi teléfono. Número internacional. El +1 brilló en la pantalla como una quemadura antigua que todavía escocía. Lorena.

Contesté sin pensar. Instinto. O debilidad.

—Hola, Arthur.

Su voz era la misma. Solo un poco más baja, como si hablara desde otro plano, más cansada, pero aún con esa cadencia suave, seductora, que lo llenaba todo sin pedir permiso.
Me quedé en silencio un segundo de más. Y ella lo notó.

—No cuelgues. No es lo que piensas. No quiero hablar de nosotros. Solo negocios.

Mentía. O se mentía. Pero, aun así, seguí escuchando.

Me habló de su marido, Thomas, el científico brillante, el hombre por quien me dejó. Dijo que él había descubierto algo revolucionario: un compuesto químico que, aplicado como pintura, mejoraba el rendimiento aerodinámico de las superficies.

—Pensé en ti en cuanto lo vi. No sé por qué. Bueno, sí lo sé —dijo, y su voz se quebró apenas, como una hoja de papel doblándose—. Porque tú sigues creyendo en las cosas que pueden volar.
Guardé silencio. Lo suyo siempre fue eso: palabras envueltas en belleza, que golpeaban cuando bajabas la guardia.

—Estoy en la ciudad. Solo por unos días. ¿Cenamos esta noche?
Hizo una pausa.
—Podemos hablar de negocios. O fingir que no tenemos historia. O todo lo contrario. Lo que tú quieras.

Y acepté. Acepté la cena con Lorena.

No por la pintura. No por el "descubrimiento revolucionario" de su marido, ni por la promesa de una ventaja industrial que sonaba demasiado conveniente para ser casual.
Acepté porque... no lo sé. Quizá necesitaba saber.
Saber si seguía sintiendo algo. Saber si el dolor al verla era una simple nostalgia, o aun sentía amor o solo era un reflejo de una herida mal curada.

No la veía en persona desde Ginebra. Desde aquel encuentro incómodo donde mis piernas, literalmente, fallaron al verla. El cuerpo no miente. Y mi cuerpo todavía no la había olvidado. ¿O sí? Los recuerdos de repente me volvieron a la noche con Sandra. Hasta que sentí emoción innecesaria y hasta molesto, porque aún recordaba muy bien su piel, sus manos, sus besos.

El restaurante era uno de esos lugares discretos que lo tienen todo para que nadie mire demasiado. Ni luces estridentes, ni música invasiva. Solo el sonido amortiguado de cubiertos, el aroma de carne asada con mantequilla de hierbas y el leve murmullo de conversaciones que no querían ser oídas.

Lorena ya estaba ahí cuando llegué. Se había vestido para impresionar, pero no de forma evidente. Un vestido azul oscuro, casi negro, de líneas limpias, sin joyas, sin maquillaje exagerado. Apenas un trazo de delineador y un perfume que recordaba a algo que nunca supe nombrar, pero que había quedado atrapado en mi memoria desde hacía años.

Nos saludamos con un gesto formal, un beso en la mejilla que no duró más de lo necesario. Ella sonrió con ese encanto controlado que siempre había sabido usar a su favor.

—Gracias por venir, Arthur. Sé que estás ocupado.

—No demasiado para algo que suena como una ventaja competitiva.

Su marido, químico especializado en polímeros avanzados, había desarrollado un recubrimiento que, aplicado sobre superficies metálicas, reducía la fricción del aire hasta un 12 %. Patentado hacía poco, buscaban un socio industrial para su primera implementación comercial.

Mientras Lorena hablaba de coeficientes de fricción y moléculas inteligentes, mi mente, sin pedir permiso, empezó a dibujar otra escena sobre la suya. No era voluntario. Era automático. Como si, por primera vez en mucho tiempo, pudiera ver con claridad lo que antes había confundido con amor.

Observé cómo sostenía su copa de vino, con la elegancia casi ensayada de una mujer que siempre supo qué efecto causaba. Sus dedos largos, perfectamente cuidados, se curvaban en torno al cristal como en una postal de una revista de lujo. Bebía con lentitud, apenas rozando el borde con los labios. Nada en ella era casual. Todo era exacto.




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