Sandra.
Me detuve frente a la ventana, como si algo —una intuición o un instinto antiguo— me advirtiera antes de tiempo. No fue curiosidad. Fue miedo. Un miedo suave pero definitivo, que me obligó a mirar.
Lorena estaba sentada con el cuerpo ligeramente inclinado hacia él, como si le hablara con la confianza de quien no necesita pedir permiso para acercarse. Su mano estaba descansando con familiaridad en su mejilla, como si perteneciera allí desde siempre. Y él… no apartaba la mirada. La sostenía con los ojos suaves, cargados de un brillo increíble. Brillaban con ese tipo de luz que uno no puede fingir. Era una mirada que nunca me había dirigido a mí.
Se me heló el pecho. No por celos, ni siquiera por sorpresa. Sino por esa sensación que aparece cuando llegas tarde a algo que ni siquiera sabías que querías. Como si el tren se hubiera ido antes de que supieras que querías subirte.
Era rendición.
Una rendición total y completa.
Me sentí pequeña, no solo en el sentido físico, sino en lo más profundo de mí. Como si todo lo que yo había sido para él —compañía práctica, contrato, tregua, acaso un paréntesis tibio— quedara reducido a una sombra sin contorno frente a la intensidad callada de ese momento entre ellos.
Y lo supe.
No había lugar para mí. Ni en esa mesa, ni en esa mirada, ni en su vida.
Tal vez nunca lo hubo. Yo solo había sido parte de una circunstancia. Una nota a pie de página en un capítulo que no era mío.
Y ahí, frente a la ventana, con la lista de invitados apretada en mi mano como si todavía tuviera sentido alguno, me permití por un segundo no fingir. Ni fuerza. Ni dignidad. Ni madurez.
Solo debilidad. Mi propia rendición silenciosa.
Me quedé allí unos segundos más, congelada frente al cristal. Una parte de mí esperaba que él me viera, que girara la cabeza por azar o por presentimiento, y que esa mirada —esa que nunca me había regalado— se desviara un instante hacia mí. Pero no lo hizo.
Me di media vuelta, sin drama, sin lágrimas, con ese tipo de serenidad rota que solo aparece cuando ya no queda nada que pelear. Y por primera vez, me sentí fuera de lugar incluso dentro de mí misma.
No volví a casa. No podía. Ese silencio conocido, los pasillos, la cocina, los espacios que habíamos compartido con cautela… todo me parecía, de pronto, un terreno minado. Necesitaba aire. Necesitaba algo real.
Y entonces, casi como si el universo me ofreciera una salida tangible al dolor abstracto, sonó el teléfono.
Era la madre de Diana.
Su voz estaba temblorosa y entrecortada, apenas logró decir:
—Sandra… Diana está de parto. Ha sido muy pronto. León está con ella, pero no nos permitió estar con ella. No sabemos qué va a pasar. Puedes ir allá y hablar con León. – suplicó la mujer.
La noticia me cayó como un relámpago en cielo despejado. Me quedé sin palabras, paralizada por la sorpresa. Diana tenía apenas siete meses de embarazo, y justo esa misma mañana habíamos hablado por teléfono. Su voz sonaba tranquila, incluso animada. Ni una sola palabra, ni una mínima señal de alerta que insinuara que algo estaba por suceder.
—¿Estás completamente segura de que está dando a luz? —pregunté, aún incrédula, aferrándome a la posibilidad de un error—. ¿No será solo un cólico o una falsa alarma?
La duda era razonable. Mi cuñada ya había protagonizado varias falsas alarmas. Mi mente evocó la escena con nitidez involuntaria: mi hermano, siempre en modo “misión rescate”, cruzando la casa como un bombero en plena emergencia, mientras metía en una bolsa de deporte —con precisión casi militar— los objetos indispensables “por si acaso”. La tensión flotaba en el aire como electricidad estática… y también como una amenaza de gritos si alguien osaba preguntarle si no estaba exagerando.
Corrían al hospital como si cada minuto fuera vital, adelantando coches como en una persecución de película, y volvían horas después, sudados, exhaustos y con un informe médico que básicamente decía: “todo está bien, tómense una manzanilla”.
—Claro que estoy segura —respondió la madre de Diana con firmeza—. Miguel habló directamente con el médico. Confirmó que comenzaron las contracciones. No es un susto. Es real. Está de parto.
Hubo una pausa. Luego añadió, con un dejo de súplica en la voz:
—Sandra, por favor… habla con León. Pídele que nos deje ir al hospital a verla.
Sabía que la relación de León y Diana con sus padres no era precisamente cordial. Había viejas heridas, palabras cruzadas, incomprensiones mutuas que nunca se resolvieron. Y, para ser sincera, muchas veces pensé que Diana y León tenían razones de peso para mantener la distancia. Pero, aun así, impedir que los abuelos estuvieran presentes en el nacimiento de su primer nieto… eso me parecía extremo, casi inhumano.
Entendía el dolor de ambas partes. Entendía la desconfianza. Pero también entendía que, en momentos como ese, uno tenía que aprender a ceder. Aunque doliera. Aunque costara.
Y sin embargo, dudé.
No porque no quisiera ayudar, sino porque no sabía si León estaría dispuesto a escucharme. Nuestra comunicación era superficial, marcada por formalidades. No tenía idea de cómo iba a convencerlo. ¿Qué palabras usar? ¿Cómo pedirle algo tan delicado sin que lo tomara como una intrusión?
Aun así, acepté. Porque quedarme en casa, atrapada en mis pensamientos, repasando por enésima vez la escena de Arthur y Lorena tras aquel ventanal, era como hundirme lentamente en un pantano. El hospital me ofrecía una salida. Una razón para moverme. Para no seguir quieta en el dolor.
Y además… porque era Diana.
Y porque León, por más silencioso y reservado que fuera, también estaba hecho de carne y de miedo por su mujer e hijo.
Alguien debía estar con él.
Y tal vez, por una noche, ese alguien podía ser yo.
En menos de media hora estaba en el hospital. Crucé pasillos sin saber exactamente a dónde iba, pero guiada por algo más fuerte que la razón. Y al final lo encontré.