Sandra.
Regresé a casa ya por la mañana. Cansada, pero increíblemente feliz. El hijo de Diana y León nació un poco pequeño, sí, pero los médicos nos aseguraron que estaba fuerte. En cuanto subiera un poco de peso, podría irse a casa. Diana, a pesar de la cesárea, estaba de buen ánimo. Decía que no sentía tanto dolor como esperaba, y su mirada cuando vio a su hijo… su mirada lo decía todo. Nunca la había visto tan plena.
Pero lo que más me conmovió fue verlos a todos juntos. Por fin. Padres e hijos, abrazándose como si las broncas no hubieran pasado, como si las heridas no hubieran existido. No sé cómo ocurrió. O mejor dicho, sí lo sé. Fue ese niño, tan pequeño y tan poderoso, quien logró lo que años de conversaciones no pudieron: reconciliarlos.
Nunca imaginé que algo tan frágil pudiera tener tanta fuerza. El llanto de un recién nacido en aquella sala pareció romper todo el hielo acumulado entre ellos. Fue como si, de pronto, recordaran quiénes eran. Como si se miraran por primera vez con ojos nuevos, limpios del pasado.
Yo los observaba desde una esquina. No quise intervenir. Solo me quedé ahí, callada, con una sonrisa que no sabía bien de dónde salía, y una lágrima que tampoco pude evitar. Tal vez era alivio. Tal vez era esperanza.
En el auto, de camino a casa, el cielo comenzaba a aclarar y las calles estaban vacías, como si el mundo entero me diera espacio para pensar. Y pensé en ese niño. No porque tuviera algo preciso, nada menos, sino porque sentí dentro algo muy calmado, muy pacífico. De repente deseé tener uno como este, con o sin esposo. En este momento me iba da igual. Porque hubiera visto un amor de verdad. El amor de madre.
Nunca fui realmente una Childfree, aunque durante años me repetí que lo era. No porque rechazara la idea de ser madre, sino porque, sencillamente, nunca encontré a alguien que me amara de verdad. A mis treinta y tres años, eso se convirtió en una verdad silenciosa que me acompañaba como una sombra: no era que no quisiera dar amor… es que no tenía a quién dárselo.
Y hoy lo entendí.
Ese amor que he guardado dentro, que me ha pesado en el pecho como agua estancada, por fin tomó forma. Una forma inesperada, sí, pero clara. Me sorprendí imaginando a un hijo. Un niño al que pudiera volcar todo esto que me desborda, todo este amor que se me acumula sin salida. Un ser que no pudiera mentirme ni jugar conmigo. Que me recibiera tal como soy.
Pensé: al menos él no podría rechazarme. Al menos, durante dieciocho años.
Y sé que es egoísta. Que un hijo no debería ser un refugio contra la soledad o una garantía de afecto, sino un amor mutuo de los padres… Pero en mi caso… ¿hubo siquiera un atisbo de eso? Con Boris, el amor era una ilusión sostenida por la costumbre y con Arthur el contrato. Aunque pensaba que podría cambiar algo… Me equivoque.
Siempre estuvo atrapado en otra historia, una que no me incluía. Lo entendí, con brutal claridad, cuando sus labios susurraron su nombre —el de ella— mientras yacía conmigo. Esa noche no me hizo el amor a mí, sino a su recuerdo. Yo solo fui el escenario de una ausencia.
Y entonces volvieron a mí las palabras de León, tan crudas como ciertas, como un eco que se niega a apagarse: «Ella lo era todo para él, literalmente la respiraba. Cuando ella lo dejó, Arthur dejó de vivir. Sí, ese día se salvó de la muerte física, pero su alma no. Tras una larga depresión, se obsesionó con el trabajo y se convirtió en un robot que no siente nada. Perdona, Sandra, por haberle aconsejado tener un matrimonio ficticio... contigo».
Ficticio. Como tantas otras cosas que acepté sin cuestionar. Como tantas veces en que fingí no darme cuenta. ¿Y Lorena? ¿Por qué ha vuelto? ¿Qué quiere de él ahora? No lo sabía. Pero algo en mí gritaba que no era para devolverle la vida, sino para hundirlo aún más. Juega con él, con su mente, con sus heridas aún abiertas. Y yo… yo fui cómplice de esa mentira.
Al llegar a casa, lo último que esperaba era encontrar a Arthur esperándome en la sala. Estaba sentado en el sofá, con los codos apoyados en las rodillas, las manos entrelazadas, la cabeza baja. Apenas escuchó el clic de la cerradura, levantó la mirada.
Sus ojos estaban enrojecidos. Cansados. Pero no por falta de sueño, sino por algo más profundo. Algo que ya no sabía cómo interpretar. Buscó mis ojos, pero los míos no estaban disponibles. Yo no quería mirar. No quería confirmar lo que ya intuía.
—¿Dónde estabas? —preguntó en voz baja, casi con cautela.
—En el hospital —respondí, como si diera un parte médico—. Diana tuvo al bebé anoche. Fue cesárea, pero está bien. El niño nació pequeño, pero sano. Estará unos días más en observación. Sus padres se reconciliaron. Fue… fue muy emotivo.
Lo dije sin emoción. Como quien entrega un informe obligatorio, sin espacio para detalles personales. Me escuché a mí misma y supe que lo estaba haciendo a propósito. No le iba a dar nada más.
—¿Por qué no me llamaste para avisarme? —exclamó Arthur apenas rompí el silencio.
Me detuve a medio paso, sin volverme a mirarlo.
—Lo siento… —respondí con frialdad, encogiéndome de hombros—. No lo pensé. No tuve tiempo de pensar en ti.
La frase salió más afilada de lo que esperaba, pero no me arrepentí. Era cierta. No pensé en él. No quise pensar.
—Pero estaba preocupado… —insistió, con ese tono que mezclaba culpa y reproche, como si aún creyera que tenía derecho a sentir algo por mí.
—No era necesario, Arthur. —Lo interrumpí sin miramientos, la voz seca, cortante—. No hagas una escena. Sabes perfectamente que no me alejaré de ti otro año entero. Estoy cumpliendo con lo que aceptamos, ¿recuerdas? Un acuerdo. Nada más. Así que lo que haga con mi tiempo no es asunto tuyo.
Me giré para irme, decidida a subir las escaleras y dejarlo hablando con su propia conciencia. Pero entonces lo escuché acercarse apresuradamente.