Sandra.
Dormí todo el día. Afortunadamente era domingo, no tenía que trabajar y, según escuché, Arthur se había ido. Seguramente estaba con su adorada e insustituible Lorena, pero, sorprendentemente, eso ya no me dolía como antes. Por la mañana había llorado todo. Cada lágrima arrastró consigo el dolor, la ilusión rota, la espera silenciosa. Me vacié. Y en ese vacío, encontré una forma extraña de paz. No una paz serena, sino esa que llega cuando ya no hay fuerzas para seguir peleando contra lo evidente.
Arthur nunca me prometió nada. Desde el principio fue claro: esto es un contrato, no una historia de amor. Fui yo quien decidió ignorar esas palabras, aferrándome a gestos, silencios, a los momentos compartidos que, para mí, eran señales… y para él, tal vez solo rutina.
Como una idiota, construí castillos sobre arena. Y ahora solo me quedaba aceptar los escombros.
Por la tarde fui a casa de mamá a llevarle una invitación para el cumpleaños de Arthur. Sabía que iría, que no faltaría por nada del mundo. Y en el fondo, me aliviaba saber que al menos uno de nosotros todavía creía que esto valía la pena.
—Niña, ¿qué te pasa? —me preguntó al abrirme la puerta, mirándome con esos ojos que siempre veían más de lo que yo quería mostrar—. ¿Estás enferma? Estás pálida, y esos ojos tuyos… no me engañan.
—No, mamá. Estoy bien. Solo muy cansada —le respondí, forzando una sonrisa que sabía que no la convencería. Cambié rápidamente de tema—. ¿Te imaginas? Diana tuvo a su bebé anoche. Tan pequeñito… pero tan hermoso.
—¿Cómo es eso? —se sorprendió—. Dijiste que aún le faltaban semanas.
—Sí, nació en la semana treinta y dos. Fue prematuro, pero los médicos dicen que estará bien. Es fuerte —le aseguré, y esta vez la sonrisa me salió con algo de verdad. A pesar de todo, pensar en ese niño me enternecía. Era tan frágil… y, sin embargo, ya luchaba por su vida con más determinación que muchos adultos.
—Vaya sorpresa —dijo mamá, ablandándose—. ¿Y Diana?
—También está bien. Un poco adolorida por la cesárea, pero León no se movió de su lado. Y parece que ella y sus padres se reconciliaron. Me alegra haber ayudado un poco en eso.
—Claro que sí. A veces hasta los padres más testarudos se rinden por amor —suspiró—. ¿Y entonces? ¿Cuándo se casan?
—No lo sé. Supongo que ahora tienen otras prioridades. Su hijo. —Hice una pausa y bajé la voz—. Lo vi… era tan pequeño que me dio miedo hasta acercarme. Como si al respirar muy fuerte pudiera romperse.
—Tranquila, crecerá. Todos lo hacen —me tranquilizó, y luego, con ese tono despreocupado que siempre usaba cuando quería meter una puya sin parecer ofensiva—: ¿Y tú y Arthur? ¿Cuándo pensáis darme nietos?
—¿Para qué? Si ya tienes el combo completo: nieto y nieta —reí, con esa risa falsa que me salía cada vez más fácil.
—Sí, tengo dos… pero me gustaría más. —Su risa, en cambio, fue auténtica, llena de ilusión—. Además, si yo fuera tú, me daría prisa. Ya no tienes veinte años…
—Mamá, por favor —la corté, rodando los ojos—. No empieces otra vez con eso.
—Está bien, está bien —cedió, divertida—. Vamos a cenar, anda.
Cenamos la carne que papá había preparado con esmero, como siempre. Estaba deliciosa, jugosa, perfectamente cocida. Me arrepentí del último trozo apenas lo tragué. El estómago comenzó a dolerme, no solo por la comida, sino por la mezcla de emociones que me revolvían por dentro.
No quería volver a casa. No quería ver sus cosas, su ausencia, su silencio. Pero los términos del contrato eran claros, y yo… yo todavía estaba cumpliendo mi parte, como si aún creyera que eso pudiera cambiar algo.
Esa noche dormí mal. Muy mal. Me desperté varias veces con un retortijón en el estómago, como si algo dentro de mí se estuviera revolviendo. La carne, pensé. O tal vez los nervios. Había llorado tanto en las últimas veinticuatro horas que no me quedaban ni fuerzas para digerir.
Apenas clareó el cielo, ya estaba sentada en la cama, con la boca amarga y un peso molesto en el abdomen. Las náuseas iban y venían como olas, pero no llegaban a romper del todo. Solo una sensación constante, fastidiosa, como si mi cuerpo me reprochara algo que aún no entendía.
Fui al baño y me miré al espejo. Pálida. Ojerosa. El cabello aplastado en un lado. No era solo el cansancio. Era… otra cosa. Algo que no sabía nombrar.
Cuando salí, envuelta en mi bata, con el estómago retorcido y los pies arrastrando, me encontré con Arthur en la cocina. Estaba de espaldas, revolviendo algo en la sartén. El olor a mantequilla y pan tostado me golpeó con una fuerza insoportable. Tuve que apoyarme contra el marco de la puerta para no perder el equilibrio.
—Buenos días —dijo sin volverse—. ¿Desayunas conmigo?
Esa voz suya, tan natural, como si nada hubiera pasado, me irritó. Como si el mundo no estuviera patas arriba. Como si mis entrañas no estuvieran gritándome algo.
—No tengo hambre —murmuré, apenas audible.
Arthur se giró y me miró por primera vez. Su ceño se frunció apenas al verme.
—Estás muy pálida. ¿Estás bien?
—Perfectamente —respondí, seca, avanzando hacia la cafetera.
—Sandra… —dijo en ese tono que usaba cuando quería acercarse sin pedir permiso—. ¿Podemos hablar?
—¿Hablar? ¿Ahora? —reí con amargura, aunque me sabía amarga incluso a mí misma—. No sé si es el mejor momento. Llego tarde al trabajo y…
Él cerró los ojos un segundo. No mordió el anzuelo.
—Te hice café. Y hay huevos con tostadas —dijo Arthur desde la cocina, sin mirarme directamente—. Pensé que te gustaría. Solo quería… compartir el desayuno contigo.
Ese gesto, en otro tiempo, me habría tocado. Me habría arrancado una sonrisa, tal vez hasta una lágrima de gratitud. Pero hoy… hoy solo me recordaba todo lo que fingíamos ser. Todo lo que intentábamos sostener sin cimientos. Me senté, no por cortesía, sino porque el mareo me ganó la batalla. El estómago revuelto, la cabeza pesada. Tomé un vaso de agua y luego un sorbo del café, esperando —como una tonta— que ese calor familiar espantara algo del vacío que llevaba dentro.