Cómo te lo digo...

Capítulo 49. El fracaso y último intento.

Arthur.

Esta mañana decidí que tenía que intentarlo de nuevo. Hablar con Sandra.
Sabía que había vuelto temprano la noche anterior. Escuché el sonido leve de llegar su coche, sus pasos arrastrándose por el pasillo. No la molesté. Temiendo, que otra vez va a estar cansada y me rechazara antes de empezar.
Por eso me levanté antes que el sol, para preparar un desayuno, como si cocinar pudiera arreglar lo que habíamos roto sin querer. Hice café, tostadas, huevos al punto justo. Una mesa para dos.
Un gesto simple… que para mí lo era todo.

Cuando apareció, envuelta en una chaqueta de punto, parecía una versión opaca de sí misma. ¿Cansada? ¿O como si hubiera llorado en sueños? Se sentó sin decir palabra.
Le pregunté si se sentía bien.
—Perfectamente —dijo, con esa voz afilada que usaba cuando no quería que nadie se acercara.
Le ofrecí el desayuno, pero solo tomó un sorbo de agua, otro del café, y nada más.
La miré. No supe qué hacer con todo lo que no decía. Así que lo solté, sin pensarlo demasiado:
—¿No te gustaría que esto… no fuera así?

Sandra alzó la vista, con los ojos sombreados por el cansancio.
—¿Así cómo?
—Esto. Tú y yo. —bajé la voz, como si temiera que incluso las paredes pudieran juzgarme—. Que pudiéramos hablar sin sentir que cada palabra es una batalla. Que este desayuno no sea una obligación. Solo… quería conocerte. Saber en qué piensas, qué haces en tus días, qué te hace feliz.

Sandra se rió, seca.
—¿Ahora quieres hablar de mí, Arthur? ¿Ahora, cuando ya no tiene sentido?
—¿Por qué? Se trata de nosotros. O de lo que aún podría ser… si no dejamos que todo se pudra en silencio.
—¿Y después qué? ¿Me cuentas por qué sigues aferrado al pasado? ¿Por qué no puedes soltar a la mujer que te rompió y a la que, sin embargo, sigues volviendo como un adicto?

Me desconcertó. No entendía.
—¿De qué estás hablando?
—De tu amor enfermizo por Lorena —dijo, y bajó la mirada al plato intacto—. Te vi con ella ayer. En el restaurante, donde encargaba la cena para tu cumpleaños.

Mi estómago se encogió.
—No fue lo que pareció. Estábamos hablando de negocios —dije rápido, porque era verdad. Al menos, en parte. — Lorena me llamó, ¿sabes? Me dijo que tenía una “propuesta increíble”, que su marido había desarrollado una pintura especial que mejora la aerodinámica.

—No mientas, Arthur, —sonrió. —Te vi con ella, tocándote la cara como si el tiempo nunca hubiera pasado y tú como un adicto disfrutabas de la que te destruyó.

Negué con la cabeza, aunque en el fondo, Sandra tenía razón. No acepté esta reunión por interés en las supuestas maravillas químicas del marido de Lorena. Lo hice porque quería verla. Ver si todavía me dolía. Ver si aún quedaba algo.
Pero fue gracias a Sandra que lo entendí con una claridad casi brutal: Lorena ya no significaba nada para mí.
Mi corazón no se aceleró cuando me miró, ni cuando rozó mi mejilla con esa vieja familiaridad falsa. Al contrario. Sus gestos, sus palabras medidas, esa sonrisa que parecía haber ensayado frente al espejo… todo me resultaba molesto. Irritante.
Había dejado de doler. Y con eso, también había dejado de importar.
—Sandra, no estabas viendo todo. Sí, fuimos a cenar. Pero esa cena solo me confirmó que… no siento nada por ella. Ni siquiera cuando me tocó. Nada. Lo supe con certeza.

Sandra se levantó despacio, sin mirarme.
—No digas más. No me interesa. Es tu vida, Arthur. Yo ya tengo bastante con intentar arreglar la mía. No vine aquí a darte consejos… ni a escuchar excusas.

Hizo un gesto leve con la mano, como quien aparta un pensamiento molesto, y se fue.
Yo me quedé allí, frente a un desayuno frío, sintiendo que por más que intentara reconstruir algo… ella ya estaba demasiado lejos.

Me quedé sentado en silencio. Ni siquiera toqué el café. La cocina parecía demasiado grande de repente. O tal vez yo me sentía demasiado pequeño para ocuparla. El desayuno seguía allí, como una escenografía ridícula de algo que ya no era posible.

Sandra se fue con una dignidad devastadora. No gritó. No lloró. No reclamó. Solo se marchó. Y ese tipo de salida era la más cruel de todas. Porque no dejaba lugar a respuestas. A explicaciones. A redención.
Solo queda el eco de lo que no se dijo.

Me sentí estúpido. No por haber amado a Lorena, no por estuve tan ciego en mi nostalgia, tan atado a una imagen vieja y enferma de amor, sino por haber tardado tanto en entender que ese amor ya era solo una carcasa vacía. Y aún más estúpido por darme cuenta, ahora, que quizás lo más real que había tenido frente a mí, lo estaba dejando ir.

Y ahora, ¿qué me quedaba?
Un plato frío. Una casa demasiado grande para la soledad.

¡No! No podía dejar las cosas como estaban. Tenía que hacer algo. ¿Otro intento de hablar con ella? ¡No! ¡Una carta es mejor!

La idea de la carta nació en mi cabeza como un susurro inesperado: con palabras escritas, Sandra no podría interrumpirme; estaría forzada a escucharme hasta el final. Y yo necesitaba alcanzar ese final, aunque fuera incierto.

Me senté frente al viejo escritorio de mi padre, donde a veces redactaba contratos y ahora intentaría escribir algo diferente: una confesión. Encendí una lámpara pequeña, puse un cuaderno de tapa dura y elegí un bolígrafo de tinta negra, el único que fluye sin interrupciones.

Tomé aire y empecé:

Querida Sandra,

Escribo esto porque no encuentro valor ni palabras adecuadas para decirlo en voz alta. Nunca he sido bueno para hablar de lo que siento. Tal vez por orgullo, por miedo, o porque siempre creí que lo que no se dice desaparece. Pero contigo, el silencio se volvió un abismo. Uno que yo mismo ayudé a cavar.

He pasado semanas pensando en ti, en nosotros, en esa noche que creí un abismo y que en realidad fue un puente. Te fallé tantas veces que no sé si merezco pedir perdón, pero lo hago de todas formas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.