Cómo te lo digo...

Capítulo 51. Golpe bajo.

Sandra.

La sala de espera olía a desinfectante y ansiedad. Había revistas viejas apiladas en una mesita baja, una televisión muda en la esquina, y una señora mayor hojeando un folleto sobre la osteoporosis como si le estuviera revelando los secretos del universo. Yo no podía sentarme; caminaba en círculos pequeños, como si el movimiento pudiera disolver el nudo que llevaba horas atormentándome en el estómago.

Finalmente, me llamaron por mi nombre. La consulta del doctor Ortega era la misma de siempre: sobria, funcional, sin adornos innecesarios. Él, en cambio, era todo lo contrario: amable, meticuloso, con ese aire tranquilizador que se agradece cuando se siente que la vida está a punto de dar un giro inesperado.

—Sandra —dijo, después de saludarme con una sonrisa discreta—. Tenemos los resultados.

No contesté de inmediato. Solo asentí, manteniendo las manos sobre el regazo para ocultar cómo me temblaban.

—No es una intoxicación alimentaria ni una infección viral —dijo, haciendo una pausa larga y pesada, preludio de una revelación ineludible.

Levantó la mirada del papel y me la sostuvo, con mezcla de certeza médica y delicadeza humana.

—Estás embarazada.

Sus palabras rebotaron en la pared de negación que llevaba días construyendo en mi mente.

—¿Cómo…? —balbuceé, más para ganar tiempo que por ignorancia.

—Nueve semanas, aproximadamente —añadió, como si ese dato lo hiciera más tangible.

Nueve semanas. Hice el cálculo en silencio. La noche. Esa noche, la que había intentado enterrar bajo capas de rutina, trabajo y autonegación. Una noche absurda, impulsiva… y, al parecer, fértil. Y no podía apartar el pensamiento: según Arthur, aquella noche en la que, en su estado de locura, me “aproveché” de él, había sellado mi destino.

Me recosté en la silla, sintiendo cómo una ola caliente me subía desde el pecho hasta la garganta. No era exactamente miedo. Tampoco alegría. Era un vértigo existencial, como si me hubieran abierto una puerta a un camino que nunca planeé recorrer.

—¿Te sientes bien? —preguntó el doctor.

—No lo sé —respondí con honestidad, con una voz apagada—. Es un golpe bajo.

Él asintió, comprensivo.

—Es normal sentirse abrumada. Pero estás sana. El embarazo está en curso y, de momento, no hay señales de complicaciones, como dijo el ginecólogo. Quiere verte de nuevo en un par de semanas para repetir algunos controles y comenzar el seguimiento. Toma este volante.

Salí del consultorio con una hoja en la mano y un huracán en el pecho. No llamé a nadie; no envié mensajes ni fui directo al trabajo. Caminé varias cuadras sin dirección fija, como si pudiera escapar de la realidad a fuerza de pasos.

Finalmente, me senté en un banco del parque. Respiré hondo. Observé a una madre empujando un cochecito, a un padre lanzando una pelota a su hija, a una mujer mayor alimentando palomas con una ternura casi deliberada. La ciudad seguía, ajena a mi cataclismo silencioso.

En ese instante, lo sentí: no una certeza, sino una semilla, algo que empezaba a crecer en mí. Algo vivo. Algo mío.
Y, por primera vez en días, cerré los ojos… y no sentí miedo, sino una especie de propósito que se abría como tenue luz en la penumbra.

Y justo en ese momento, como si un rayo atravesara mi mente me vino: La cláusula.

La maldita cláusula del contrato matrimonial. La redacté yo, con mi voz firme, mi léxico jurídico impecable y mi falsa tranquilidad de mujer que creía tener todo bajo control. La recordé con precisión:

"En caso de gestación dentro del matrimonio, la totalidad de los derechos parentales, así como las obligaciones legales y afectivas, pertenecerán exclusivamente al cónyuge Arthur Starmer."

Exclusivamente para Arthur.
Yo quedaba fuera. Legalmente excluida, como una donante accidental, como una subarrendadora biológica sin derecho a réplica.

—¿Qué carajo hice? —murmuré.

Ese hijo, aunque lo tenga en mi útero, no es mío. Es de Arthur, entero, con su apéndice legal incluido. Y lo peor de todo… es que yo misma lo firmé. Sin derechos, sin obligaciones, sin nada. Una madre sin maternidad. Una incubadora accidental, con nombre y apellidos.

Un pensamiento absurdo me atravesó, tan fuera de lugar que casi me hizo reír entre gemidos:

¿Y si lo dejo nacer, lo entrego en su cuna y me voy a vivir a Islandia? ¿A criar ovejas? ¿A escribir poesía sobre volcanes en invierno?

Luego otro pensamiento:
¿Y si me caigo por las escaleras? ¿O me trago cinco pastillas con vino?

Pero otra voz, más lúcida, me respondió de inmediato:
No seas idiota; eso también te pondría en problemas legales. Y además, no lo eres para hacerlo.

Era cierto. No lo era.

Volví mentalmente al contrato. A esa estúpida cláusula escrita con total arrogancia. La inventé para protegerme del hijo hipotético que Arthur pretendía tener mediante un vientre alquilado en Ucrania o Lituania o Dios sabe dónde, como si se tratase de un paquete con envío programado. Y ahora… ahora yo estaba embarazada, con un hijo real, pero sin derechos.

—¿Y si nace con mi sonrisa? ¿Con mis manos? ¿Con mi temperamento horrible? —pensé, con un nudo en la garganta.
No podía. No soportaba la idea de que Arthur lo criara como si fuera suyo, completamente suyo, como si yo no hubiera influido en su existencia.
Ese niño —o niña—, al menos por biología, era también mío.
Y, sin embargo… la ley, esa perra a la que yo misma alimenté, decía que no.

Otra imagen absurda me invadió: yo, disfrazada de enfermera, robándole el bebé al hospital como en un thriller barato; luego otra: yo, escondida en una casa rodante en Portugal, amamantando en secreto, como fugitiva del sistema judicial.

No. No. No.

Me sentí mareada. El parque parecía girar levemente, como si alguien hubiera aflojado los tornillos de la realidad. Me aferré al borde del banco con ambas manos, como si el hierro pintado pudiera anclarme al suelo. El frío del metal atravesó la piel de mis palmas y, por un instante, me dio claridad.




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