Arthur.
Me desperté antes que el despertador. Había dormido mal —si es que puede llamarse dormir a ese estado nervioso y quebrado en el que pasé la noche—, alternando entre esperanza y arrepentimiento como un prisionero que no sabe si lo van a liberar o ejecutar al amanecer.
La carta estaba ahí. La había dejado sobre la mesa con el mayor cuidado, justo donde sabía que Sandra la vería.
No la había sellado. Quería que pareciera íntima, accesible.
Una invitación, no una exigencia.
La imaginé leyéndola anoche. Tal vez con una taza de té. Tal vez en silencio. Tal vez llorando. Tal vez enojada. Exactamente por eso y no por el trabajo acumulado de estos días, me quedé en la oficina hasta muy tarde. No quería molestarla a tomar una decisión.
Por primera vez en semanas, me permití imaginar que podría haber una salida para nosotros.
Una en la que ella no solo me perdonara, sino que me eligiera. Me aceptara como un esposo de verdad, sin contratos, sin clausulas.
Bajé las escaleras temprano, con el corazón en un puño. Preparé café. Puse dos tazas. Por si acaso.
Ella apareció puntual, impecable, como siempre, aunque más fría que de costumbre. Llevaba el cabello recogido, una blusa crema sin una arruga, y en los ojos… nada.
Ni rastro de emoción. Ni sombra de lo que yo esperaba ver.
—Buenos días —intenté, forzando normalidad.
—Buenos días —respondió ella, secamente, sin siquiera mirar en mi dirección.
Se sirvió un poco de café, sin sentarse. Ni una mención a la carta.
Ni un gesto.
Nada.
Mi garganta se tensó.
—¿Dormiste bien? —pregunté, tanteando con torpeza.
—No realmente. Estuve trabajando hasta tarde —dijo mientras buscaba algo en su bolso.
Tuve que contenerme, aunque cada parte de mí quería soltarlo de golpe:
¿Leíste mi carta? ¿Qué piensas?
Pero no quería parecer ansioso. Ni patético.
Ya bastante frágil estaba mi dignidad como para mendigar una reacción.
Y entonces, con la misma naturalidad con la que alguien comenta el pronóstico del tiempo, lo soltó:
—Por cierto… la directora aprobó mi traslado. Me voy a Honduras dentro de una semana. Es para un nuevo proyecto, un reality que se grabará allá. Necesitan a alguien en el terreno desde el principio, y parece que esa persona voy a ser yo.
El café, que hasta ese momento me parecía bueno, me supo a ceniza.
—¿Honduras? —repetí, como si decirlo en voz alta ayudara a digerirlo.
—Sí. Los Cayos Cochinos. Necesitan a alguien que maneje la parte legal desde el primer minuto. Ya sabes los permisos, seguros y cosas así, —dijo, con tono práctico, como si hablara de mudarse de escritorio.
—¿Y simplemente… te vas?
Finalmente me miró. Esa mirada suya no gritaba, no temblaba… pero cortaba.
Como un bisturí. Preciso. Frío. Irreversible.
—No es “simplemente”. Te estoy avisando con una semana de anticipación. Cumplo con la cortesía contractual, si eso es lo que te preocupa.
—¡No puedes irte así, a la otra punta del mundo! —exclamé, sin poder creer del todo lo que estaba escuchando.
—¿Y por qué no podría? ¿Soy tu propiedad? ¿Tu mascota? ¿Tu esclava?
—No, claro que no —murmuré, sintiéndome súbitamente ridículo—. Pero eres mi esposa.
—Por contrato —respondió con una sonrisa sarcástica—. Y si vamos a citar ese contrato, recordemos el punto cuatro: ninguna de las partes interferirá en la actividad profesional de la otra. La directora me eligió porque soy la mejor para el trabajo. Acepté, porque me interesa este trabajo. Fin del debate.
—¿Y yo? ¿Qué hay de mí?
Sandra enarcó una ceja sin pestañear.
—Tú puedes seguir con tus asuntos. Quizás ahora tengas tiempo para encontrar a la madre perfecta de tu futuro hijo. —Hizo una pausa breve, y luego, sin pudor—. Perdón, quise decir tu vientre de alquiler.
Remató con la misma voz con la que uno dicta una sentencia.
—Estaré en tu fiesta de cumpleaños, por supuesto. Para mantener las apariencias del matrimonio feliz. Y luego, me marcho.
Había algo muy cruel en su serenidad.
No era rabia. Era resignación… congelada. Una frialdad que dolía más que cualquier grito.
—¿Leíste la carta que te dejé? —pregunté finalmente, sabiendo que no debía, pero sin poder evitarlo.
Ella frunció el ceño, desconcertada.
—¿Qué carta? ¿Tú... escribes cartas? ¿Desde cuándo? ¿En qué siglo estamos? —soltó una risa ligera, mecánica, como quien intenta desviar el tema sin implicarse.
—Te la dejé en la mesa. Blanca. Sin remitente.
Sandra suspiró como si llevara años cargando algo invisible.
—Arthur, de verdad. No vi ninguna carta, no leí nada y, para ser sincera, tampoco quiero leer nada. Tengo suficiente con esto —dijo, señalando una carpeta tan gruesa como el muro que había entre nosotros—. Si tienes algo que decir, dilo ahora. Si no, guárdalo para otra vez… o para nadie. El tribunal no va a esperarme.
Me quedé callado. No porque no tuviera algo que decir. Sino porque ya no recordaba cómo se decía sin sonar estúpido.
Sandra se acomodó el bolso al hombro, me dio la espalda y se fue.
Ni una palabra más. Ni una mirada.
Como quien cierra una puerta, no solo una conversación.
Y yo me quedé allí.
Solo, en medio de la cocina, con una taza de café frío en la mano y el corazón reducido a escombros.
Ni siquiera cerró bien la puerta. Solo la empujó. Como si yo fuera parte del mobiliario. Como si yo no contara.
¿Así terminaba todo? Ni siquiera leo mi carta. ¿Eso era lo que yo valía para ella?
La rabia comenzó a subir, primero como un susurro en la sangre, luego como una oleada.
No por lo que dijo. Sino por cómo lo dijo. Con esa calma de quien ya decidió que tú no importas.
Como si nunca hubiera importado. ¿A lo mejor fue así siempre? ¿Acaso todo fue solo parte del trato?
Tal vez no fue la carta lo que Sandra no quiso leer.
Tal vez… no quiso verme. Ni ahora. Ni antes.