Cómo te lo digo...

Capítulo 55. El otro contrato.

Sandra

Apenas llegué a la oficina, ni me quité el abrigo. Caminé directo a mi mesa, como si tuviera una misión, un objetivo claro que sobrepasaba cualquier otra cosa. Y no, no era un expediente urgente, ni una reunión importante. Tampoco era el café doble shot que mi cuerpo pedía a gritos. Era la carta. Esa carta maldita que Arthur me había dejado, esa que no había leído, pero que ahora no podía quitarme de la cabeza.

Mi mente, al igual que mi cuerpo, estaba tensa. Pero no era el contenido lo que me inquietaba —no sabía qué diablos podía haber escrito—, sino el no saberlo. Ese vacío de información, ese desconocimiento, me carcomía con más fuerza que cualquier reproche directo, más que cualquier confrontación brutal. Lo peor no era lo que podría decirme, sino lo que me dejaba sin saber.

Me senté, y comencé a esparcir los documentos sobre la mesa de forma automática. Unos contratos, los papeles del caso de Vaslav, los de producción... Todo estaba perfectamente ordenado, como siempre. Hasta encontré el recibo del restaurante, aquel donde había encargado la cena para mañana, con una firma a la que nunca le di demasiada importancia. ¡No! ¡Nada! Lo repasé dos veces. Pero el sobre blanco... ¿dónde estaba?

Respiré hondo y me obligué a no insultarme a mí misma en voz alta.

Miré la pila de papeles una vez más, como si algo en ellos me ofreciera una pista. Nada. ¿Dónde estaba este sobre blanco? ¿Lo guardé entre los documentos del caso sin darme cuenta y lo archivaron? ¿Lo dejé en casa, en la mesa del recibidor, como si fuera una simple nota?

Me pasé la mano por la frente, despejando la niebla que se acumulaba dentro de mí. Ya empezábamos mal. Por un momento, me sentí perdida. Y lo peor era que aún no sabía si quería encontrar esa carta… o si empezaba imaginar otra vez que lo que había escrito podría cambiar todo.

Pensé en lo que me estaba perdiendo: la oportunidad de leer algo que podría ser tan simple como una palabra de arrepentimiento, o tan compleja como una despedida disfrazada de promesa. Aunque, en el fondo, todo lo que quería en ese momento era darle respuesta a la carta que nunca leí.

—Sandra —dijo mi secretaria, asomándose con esa sonrisa que ya conocía: la que llevaba más cautela que cortesía—. La directora te espera en la sala B. Están allí Valeria y Tito también.

Valeria y Tito.

Como si sus nombres activaran una alarma que había logrado silenciar por unas horas, recordé de golpe el otro compromiso que había firmado con la facilidad inconsciente de quien finge tener todo bajo control. El reality. Honduras.

Y entonces, mientras aún sostenía en la mano un documento cualquiera —que de pronto me pareció completamente irrelevante—, entendí algo que me heló la sangre más que la carta perdida:

No había firmado solo un contrato matrimonial con Arthur, que me ataba emocionalmente. Había otro contrato. Más reciente. Más insidioso. Uno que me ataba legal y profesionalmente a una maquinaria que ya había empezado a andar. Uno que no se deshacía con una conversación o una carta no leída. Uno que requería mi presencia, mi trabajo, mi firma. Mi responsabilidad.

Y lo más perturbador: lo había aceptado creyendo que era mi salvación. Una vía de escape.

Pero era solo otra forma de encierro. Otra jaula.

Sí, con vistas al mar, con brisas caribeñas y justificaciones racionales. Pero una jaula, al fin y al cabo. Porque no me dejaba volver. Ni detenerme. Ni enfrentar lo que realmente dolía.

Había vuelto a decir que sí, sin pensar. Había vuelto a actuar como si huir, fuera igual a resolver.

Y lo peor… es que me lo había vendido a mí misma como una jugada brillante. Como estrategia inteligente. Como solución óptima.

¡Qué fácil es confundir impulso con decisión!

Tomé aire. Me pasé la mano por el cabello y lo acomodé detrás de la oreja con ese gesto automático que usaba para armarme de una máscara de serenidad.

Cerré el cajón con un golpe seco, casi como quien intenta sellar una parte de sí que ya no tiene tiempo para examinar.

Y caminé hacia la sala de reuniones.

Ya no era momento de buscar cartas. Ni de llorar errores. Era momento de sentarme frente a lo que había elegido. Junto a Valeria y Tito…

Los encontré en la sala B como si fueran personajes de una serie de oficina: Valeria con su blazer oversize color menta y expresión de eterna eficiencia, Tito recostado en la silla como si fuera un casting para interpretar a “el hombre más relajado del mundo”. Y en la cabecera, Ana Rosa, como siempre, impecable y peligrosa.

—Buenos días —saludé, entrando con la expresión neutra de quien no ha dormido lo suficiente ni quiere dar explicaciones.

—Justo hablábamos de ti —dijo la directora con tono alegre, como si esa frase no sonara a conspiración en otras circunstancias. – Escuché como salvaste a Vaslav de este buitre.

—Era mi trabajo, —respondí sin mucho entusiasmo.

—Espero que serías igual de eficaz en Honduras. Hablamos de lo que nos espera —añadió Tito, estirando una sonrisa que no sabía si era real o solo de cortesía.

—Nos alegra que hayas aceptado el proyecto —intervino Valeria, sin preámbulos. Su voz sonaba como siempre: amable con borde de acero—. Pero a partir de hoy, ya no es un proyecto. Es una producción en curso. Y nosotros vamos no solo sostenerla, sino llevarlo a cabo.

Asentí, sin abrir la boca. Ya lo sabía. Ya lo había firmado. Ya me había metido hasta el cuello.

Ana Rosa nos explicó en diez minutos todo lo que debía tomar horas. Casting estaba en marcha. Locaciones tenía que asegurarlas yo, también contratos de imagen y los seguros. Conflictos potenciales entre participantes eran a cargo de Tito y Valeria se dedicaba a dirigir todo este desastre con plazos imposibles.

Y yo, mientras anotaba puntos clave en mi libreta, pensaba en la otra libreta mental.
Esa donde registraba mis propios puntos importantes:
—Conmigo misma: mantener la cabeza fría.
—Con mi cuerpo: no explotar aún.
—Con mi hijo: protegerlo.
—Con Arthur: silencio. Hasta que el silencio ya no sea opción.




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