Cómo te lo digo...

Capítulo 56. Todo está claro.

Sandra.

Cuando salí de la sala de reuniones, sentí que todo el edificio me pesaba en la espalda. Las luces, los murmullos, incluso el aire acondicionado que zumbaba con su indiferencia artificial. Todo parecía estar empujándome hacia un lugar donde no quería estar.

Volví a mi oficina y me quedé de pie frente al escritorio, contemplando el caos que yo misma había creado. Papeles, carpetas, post-its doblados, una grapadora caída. La escena de una pequeña catástrofe silenciosa. La búsqueda desesperada de algo que, por supuesto, no había aparecido.

La carta.
Esa maldita carta.

No era solo la misteriosa desaparición de ella, lo que me carcomía. Era la culpa. Esta mañana, cuando Arthur quiso hablar, yo lo corté en seco. No era el momento, me dije. No tenía tiempo, no tenía espacio, no tenía ganas. Me blindé con frialdad y lo despaché sin escucharlo. Pero ahora… ahora no podía pensar en otra cosa que en esas palabras que no dejé salir.
Ahora necesitaba saber qué decía.
No por curiosidad, sino porque algo en mí —algo profundo y tercamente humano— quería entender lo que él había intentado decirme y yo rechacé.

Respiré hondo. Miré el reloj. Tenía dos opciones: seguir removiendo papeles como una lunática o hacer lo que debía haber hecho desde un principio.

Buscar a Arthur. Hablar. Pedirle que me diga qué demonios escribió. Y, de paso, negociar algo que ni él ni yo habíamos considerado todavía: reescribir el contrato. Porque si íbamos a tener un hijo, necesitábamos un nuevo acuerdo. Uno menos enredado, menos contaminado por el pasado.

Quizás era una locura. Quizás era una forma de defenderme. Quizás era conciencia, porque no era justo, esconderle un hijo. Pero necesitaba hacerlo. Necesitaba mirar a Arthur a los ojos y recordarle que yo también tenía derecho a sobrevivir a todo esto.

Tomé mi bolso. Me puse el abrigo con movimiento rápido. Justo cuando abría la puerta, me detuve y llamé a mi ayudante.

—¿Puedes ordenar los papeles que dejé en el escritorio? —dije sin siquiera girarme—. Clasifica todo lo que sea de producción, contratos y asuntos legales. Lo demás, colócalo en la carpeta de descartes.
—Por supuesto, señorita Ruiz —respondió mi asistente, y enseguida se corrigió—. Señora Starmer.
Ese apellido.
“Señora Starmer”. ¿Hasta cuándo tendría que cargar con ese nombre que ya no me decía nada? ¿Hasta que el contrato se termine? ¿Hasta que yo misma me reconozca en él otra vez?

—Sí, una cosa más —añadí, intentando ignorar la punzada en el estómago—. Llama a Honduras y pide una reunión con Fernando Moro para el día quince. Quiero que quede agendada antes del mediodía.
—Está bien, lo haré todo —dijo, con esa eficiencia suave que a veces me alivia y otras me irrita sin razón.

Me quedé unos segundos inmóvil, con la mano apoyada en el pomo de la puerta. Algo me retenía. Volteé apenas y miré el caos sobre mi escritorio. Documentos, sobres, carpetas desordenadas por mí misma en la búsqueda frenética de una sola cosa. Nunca antes había perdido un papel importante. Nunca. Y sin embargo, esa hoja, ese sobre blanco que había tenido en las manos… se había esfumado como si supiera que no estaba lista para leerlo.

—Está bien… hasta mañana —dije finalmente, apenas en un susurro.
Y salí.

No podía seguir revolviendo papeles. No podía seguir dejando que el silencio ocupara el lugar de las palabras que no quise escuchar.
Antes de enloquecer con hipótesis, mejor preguntarle directamente a quien la escribió.

Me dirigí sin pensarlo más hacia la fábrica. A él. A Arthur.

Entré en la fábrica con la determinación de quien se ha tragado el orgullo en seco y aún siente que le araña la garganta. El ambiente olía a metal, trabajo y decisiones que no tomé yo. Subí directo a la oficina, ignorando el temblor leve en los dedos. No era miedo. Era fastidio disfrazado de dignidad.

La secretaria de Arthur alzó la vista, nerviosa. La pobre siempre parecía estar al borde de anunciar un desastre.

—Señora Starmer, el señor está en una reunión —dijo con esa sonrisa políticamente correcta que se le cuela cuando no sabe cómo detener a un tren en movimiento.

—Maravilloso. Lo interrumpo entonces —le respondí sin frenar el paso, porque si algo había aprendido, era que la cortesía es para la gente que no tiene urgencias emocionales.

Abrí la puerta sin tocar. ¿Por qué lo haría? Total, éramos “una pareja”, ¿no? Con papeles y todo. Legítima y legalmente autorizada a irrumpir.

Y ahí estaban.

Arthur y Lorena.

Frente a frente. A una distancia que haría sudar a cualquier reglamento de recursos humanos.
Él, con esa expresión que comenzó en sobresalto —como si me hubiera teletransportado al centro de su conciencia culpable— y derivó en una especie de miedo mal disimulado, como el color de lapis labial rojo, que intentó borrar con la mano.

Y ella… bueno. Ella con su look perfecto, su perfume de mujer que nunca duda, y esa media sonrisa de quien sabe que no necesita permiso para quedarse donde está, que ya ganó la guerra antes de que tú te enteraras de que había batalla.

Qué cuadro.
No se apartaron. Ni siquiera fingieron incomodidad. Me miraron como se mira a alguien que llegó al final de una obra de teatro privada. Yo debía ser el público inesperado. El que aplaude sin entender el guion.

—Perdón. Pensé que estabas solo —dije, con una sonrisa tan dulce que podría.

Cerré la puerta con la lentitud de una sentencia. Sin portazo. Sin escándalo. Con el control helado de quien ya no necesita levantar la voz porque el silencio pesa más.

Y en ese instante, ahí parada con el alma algo arrugada, lo entendí. Otra vez.

Lorena no era una mujer del pasado. Era su mito personal. Su religión secreta. La que siempre vuelve cuando él necesita sentirse algo libre. Ella no lo deja y él no es capaz de liberarse.

Yo podía tener su firma en el certificado de matrimonio, llevar su apellido, esperar su hijo, pero ella tenía lo que no se firma: su alma, su corazón, su ser.




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