Arthur.
Seguía en mi despacho, intentando concentrarme en el maldito informe de producción que llevaba horas postergando. Las cifras danzaban delante de mis ojos, sin orden ni lógica, como si se burlaran de mí. Pero no eran los números lo que me sacaban de quicio. Era ella. Sandra.
Porque lo que más me dolía no era que no me hubiera escuchado esta mañana. Era que no leo mi carta, ni siquiera la vio. La dejé sobre su mesa de entrada y cuando Sandra marchó, fui a buscarla carta y no estaba.
¿Me mintió? ¿O simplemente no le importaba leerla?
Eso me dolió. Porque era sincera. Porque me costó más de lo que ella imagina escribir cada línea. Porque había ahí algo que no me atreví a decir en voz alta. No sobre negocios, no sobre el contrato. Sobre mí. Sobre ella. Sobre lo que no sabemos hacer juntos, pero podemos intentando.
No esperaba un abrazo, ni siquiera una respuesta inmediata… solo que la abriera. Que le dedicara un mínimo gesto. Que me diera al menos eso. Pero no. La ignoró. Como si fuera un folleto más entre sus papeles, como si mis sentimientos fueran basura corporativa.
Y por la mañana... ni siquiera tuvo la decencia de escucharme.
Golpeé la mesa con el puño cerrado. No fuerte, pero lo suficiente para que la taza de café temblara y dejara una marca en el informe. Perfecto. Una mancha más. Como si necesitara más símbolos.
Entonces, el teléfono interno sonó.
—¿Sí? —respondí, con la mandíbula aún apretada.
La voz de mi secretaria llegó con esa mezcla de profesionalismo y cautela que ya le conozco demasiado bien.
—Señor Starmer, disculpe la interrupción. La señora Lorena está aquí. Dice que no tiene cita, pero… insiste en verlo. Trae las muestras de la pintura. ¿Desea que le diga que no puede atenderla?
Me quedé en silencio unos segundos.
Lorena.
Claro.
Porque cuando todo se desmorona, siempre aparece. Como si tuviera un radar para detectar grietas en mi mundo.
—Déjala pasar —dije finalmente, con un suspiro que no logré disimular.
—Enseguida, señor —respondió la secretaria.
Colgué.
Me pasé una mano por el rostro con un gesto que no buscaba alivio, solo contención. No estaba de humor para verla. No hoy. No con el torbellino de frustración y la indiferencia de Sandra, que me dejó revoloteando en la cabeza. Pero el negocio no entiende de emociones. No puede darse el lujo de detenerse porque uno se siente ignorado. Así que tragué en seco y recordé —como tantas veces— que uno no debe mezclar lo que siente con lo que firma.
Me levanté del escritorio y caminé hasta la ventana. Afuera, el paisaje industrial se extendía como una promesa de productividad. Fingí que lo observaba con interés. Fingí que no me afectaba que Lorena hubiese elegido justo este día para aparecer. Fingí… como se finge cuando uno ya es experto en esconder el ruido por dentro.
La puerta se abrió detrás de mí.
No necesité girarme para saber que era ella. Reconocí el ritmo de sus pasos: firmes, casi musicales, como si el suelo siempre se acomodara a su andar. Ese andar suyo que siempre me pareció un eco de poder. Me irritaba. Y, por algún motivo absurdo, también me había seducido más de una vez.
—Arthur —dijo con esa suavidad calculada, la que usaba cuando quería parecer cercano sin desarmarse. Como si mi nombre aún le perteneciera.
Me giré. Y, claro, ahí estaba.
Perfecta. Inmaculada. Como recién salida de un catálogo de moda. El cabello recogido sin una hebra fuera de lugar, los labios pintados con el tono exacto entre la discreción y el poder. Y esa mirada… la de siempre. Como si el mundo fuera un decorado armado para ella. Como si todavía creyera que yo era parte de su escenografía personal.
—Lorena —respondí, sin invitarla a sentarse. Ni un gesto amable. Porque todavía no sabía si su presencia era un acto de cortesía profesional… o el preludio de otra de sus estrategias.
Ella, imperturbable, avanzó unos pasos más y dejó una bolsa elegante sobre la mesa grande.
—Me pediste que enviara todos los resultados técnicos a tu secretaria —dijo con tono neutro, pero con esa musicalidad que usaba para disfrazar intención bajo eficiencia—. Pero preferí traértelos personalmente. También traje algunas muestras de pintura. Quiero que las veas tú mismo. Es un avance impresionante, y sería una lástima que lo evaluaras solo sobre papel.
Asentí apenas y acerqué a la mesa.
Porque algo en su mirada me advertía que no solo había traído informes.
Había traído intenciones. De las que no caben en bolsas.
Lorena no se movió del otro lado de la mesa. Me miraba en silencio. Esa pausa prolongada, como si esperara que yo dijera lo que ella quería oír.
—Has cambiado —murmuró, casi como si hablara consigo misma—. Pero no del todo.
Saqué una carpeta de la bolsa.
—¿Y eso qué significa?
Ella rodeó el escritorio con una lentitud que no era torpeza, sino cálculo. La bolsa con las muestras quedó olvidada. Lo suyo no era pintura. Lo suyo era memoria.
—Significa —dijo, ahora muy cerca— que te sigo leyendo mejor que nadie. Aunque te empeñes en esconderte detrás de esa coraza nueva, esa que te pusiste desde que estás con ella.
Su perfume me llegó antes que su mano, que se apoyó suavemente sobre mi antebrazo.
—Lorena… —advertí, sin alzar la voz, pero con el tono que ya conocía.
—No tienes que fingir conmigo, Arthur —susurró—. Sé que no me has olvidado del todo. Lo vi en tus ojos cuando cenamos.
Se acercó aún más. No le temblaba nada. Como si la seguridad fuera su piel natural. Y antes de que pudiera decir nada más, me besó.
Fue un beso corto. Medido. Pero suficiente para probar su punto. O para intentar reescribir una historia que para mí ya no tenía capítulos nuevos.
Me aparté con lentitud, no con violencia, pero sí con una claridad que hizo que el aire cambiara entre nosotros.