Cómo te lo digo...

Capítulo 58. Un poquito más claro.

Sandra

No sé cuánto tiempo estuve sentada en el suelo, en completa oscuridad, rodeada de cajas vacías que hacían eco de un pasado que ya no encajaba en ningún sitio. Las paredes silenciosas de mi antiguo apartamento me envolvían como un refugio precario. No quería ir a la habitación y acostarme en la cama, porque ya nada era cómodo, después del caos de la mudanza a casa de Arthur, pero al menos este apartamiento era mío desde el pasillo.

El teléfono vibró en mi bolso. No tuve que mirar para saber quién era. Pero lo hice de todos modos. Era Arthur.
Su nombre iluminó la pantalla como una pregunta que ya no quería responder.
Lo observé un segundo —solo un segundo— y apagué el teléfono. Sin pensar. Sin temblor.
Porque lo último que necesitaba era escuchar otra de sus explicaciones revestidas de calma y arrogancia.

Otra vez ese "no lo entiendes" que usaba como escudo cada vez que el mundo se le desarmaba y no sabía qué decir. ¿Y qué se suponía que debía entender yo esta vez?
¿Sus labios manchados de rojo?
Yo ya lo había entendido todo. Mejor de lo que él imaginaba.

¡No!
No se podía llamar traición. No legalmente. Ni siquiera emocionalmente. Él nunca me prometió amor eterno. Nunca dijo que me pertenecía. Solo firmamos un contrato. Una simulación elegante de un acuerdo mutuo.
Y sin embargo… dolía.
Dolía como si me hubiera arrancado algo que jamás fue mío para empezar.
Un dolor absurdo. Irracional. Pero insoportable. ¿Por qué? Porque desde hace tiempo no me era indiferente. ¿Cuándo sucedió esto? No sabía con una certeza clara. ¿A lo mejor después de ese baile en mercado medieval? ¿o en otro baile, de la clausura de feria? ¿o después de esa noche loca, que fui tan inesperada que mi embarazo?

Me abracé las rodillas, como si pudiera contener lo que se me desbordaba por dentro.
Porque había algo aún más cruel que la imagen de Lorena tan cerca de él, tan segura de su lugar: la certeza de que yo nunca tendría ese lugar.

Y ahora, ¿cómo decirle?
¿Cómo contarle que dentro de mí crece un hijo suyo?

No.
Después de eso… no podía.
No podía permitir que mi hijo creciera con esa mujer rondando nuestras vidas como una sombra perfumada, perfecta y hueca.

No. De ninguna manera.
Mi hijo no crecería en una casa donde el amor se mendiga y el respeto se negocia entre cláusulas.

Me limpié el rostro con la manga del abrigo, aunque no recordaba haber llorado.
Y me quedé allí, en el suelo del pasillo, en silencio, con una sola certeza entre todo el desorden.
Pero no por mucho tiempo. El timbre de la puerta me hizo levantar.

Sonó una vez. Luego otra. Y otra.
Me levanté del suelo con torpeza, los músculos entumecidos por horas de estar sentada entre cajas abiertas, polvo y un eco molesto de pensamientos que no quería repetir.
Me acerqué a la puerta en silencio, como si al hacerlo despacio pudiera evitar lo inevitable.

Miré por la mirilla. Era Arthur.
Me apoyé en la puerta sin abrir. Cerré los ojos. Respiré hondo.
No podía verlo. No ahora.
No con esa imagen clavada en la retina: él y Lorena, y yo como si fuera la intrusa en su historia.

—Sandra —llamó desde el otro lado, su voz subiendo apenas un grado—. Sé que estás ahí. Por favor, solo necesito hablar.

Me acerqué más a la puerta, sin bajar la guardia.

—Vete, Arthur. No quiero hablar contigo. Déjame en paz.

Hubo un silencio breve. Luego, un golpeteo más suave. Menos seguro. Casi torpe.

—Solo quiero explicarte…

—¿Explicarme qué? ¿Que no fue lo que parecía? —respondí, seca—. ¿Otra vez esa línea? Ya tengo el guion memorizado. Vuelve con tu socia de “negocios” y repítelo allá.

—Sandra, no fue nada. Por favor. Ábreme. Te lo explico.

—No —repetí, con un nudo de cansancio en la garganta—. No quiero hablar contigo y menos escuchar unas mentiras para las idiotas.

Se hizo otro silencio.
Y entonces, con una calma que no le conocía, preguntó:

—Entonces dime solo una cosa. ¿Por qué viniste a la fábrica?

Me congelé.

—¿Leíste la carta? —añadió él, con voz baja.

—No —admití, bajando la mirada, aunque él no pudiera verme—. No la leí. La perdí.

—¿La perdiste? —repitió, incrédulo.

—Sí. La recogí sin notar y la mezclé con documentos del juicio. No sé dónde terminó. Tal vez se fue al archivo por error. Ya no importa. —Mentí. Porque ya no me importaba ni su carta, ni su explicación.

—Entonces ¿por qué fuiste a buscarme?

—Porque... —tragué saliva— quería que tú mismo me dijeras lo que escribiste.

Él guardó silencio unos segundos. Cuando habló de nuevo, su voz era otra: menos defensiva, más honesta.

—¿Querías saberlo?

—Lo quería —reconocí, casi en un susurro—. Aunque ahora... ya no. Se me pasó.
Dejemos todo como está.

—¿“Como está”? ¿Qué significa eso? —preguntó, esta vez más directo—. ¿Qué somos ahora tú y yo?

No supe qué responder.

—No lo sé —dije finalmente.

Del otro lado, oí su respiración. Luego su voz, más templada que nunca:

—Pero yo sí lo sé. Abre la puerta, por favor. Seguir teniendo una conversación “de corazón a corazón” a través de una puerta cerrada solo alimentaría el chisme del vecindario… y ya sabes cómo son.

El comentario, tan inusualmente mundano, me arrancó una media sonrisa cansada. Recordé la pesada del 4B. Tal vez tenía razón. Tal vez estaba actuando como una niña herida. Tal vez necesitaba escucharlo.

Giré el pestillo con lentitud. Abrí la puerta.
Y ahí estaba él, como un hombre que por fin parecía listo para hablar.
Y yo… para escuchar. Aunque doliera.

Arthur entró despacio, como si cada paso le costara.
Cerró la puerta tras de sí con el mismo cuidado que uno tiene al entrar en una habitación donde alguien duerme, aunque lo que temía despertar esta vez era otra cosa: mi rabia, mi decepción, mi enojo.




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