Cómo te lo digo...

Capítulo 59. Un paso adelante, otro atrás

Arthur

—Porque, sin darme cuenta… empecé a enamorarme de ti —confesé, con la voz más baja de lo que hubiera querido—. Y no sabía qué hacer con eso.

Hice una pausa. El aire me sabía a plomo.

—Porque no estaba preparado para amar a alguien que no era…

—¿Lorena? —interrumpió ella, con una ironía que, esta vez, no logró ocultar del todo su herida.

Negué lentamente.

—No. No sabía cómo amar a alguien que sí podía romperme de verdad.

Dicho en voz alta, sonaba más brutal que en mi cabeza. Y, sin embargo, era cierto.

Sandra me miraba en silencio. Sin sarcasmo. Sin burla. Solo con esa intensidad suya que siempre me desarma, como si intentara leer algo que aún no he escrito.

El silencio entre nosotros era denso, como un aire espeso que se cuela entre las costillas. No sabía si era señal de juicio… o de compasión.

Aun así, decidí seguir. Porque si había algo que ya no podía permitirme, era esconderme otra vez.

Tenía miedo. Miedo de que me rechazara, de que no me creyera, de que se riera en mi cara o me lanzara alguna frase demoledora. O me rompiera la nariz, como a Boris. Pero también tenía más miedo aún… de no intentarlo.

Respiré hondo.

—Antes de venir aquí, fui a casa, pero no estabas. Llamé a mi amigo —ya sabes, el policía—. Me dijo que tu coche estaba por esta zona. Pensé en ir directamente a buscarte, pero… dudé. No quería aparecer como un idiota sin plan, sin tacto. Así que llamé a Diana.

Sandra alzó apenas una ceja.

Sí, sabía lo que eso significaba. No hablábamos mucho de Diana, pero ambas se entendían más de lo que admitían.

—Le conté todo —admití—. Y me dio la única recomendación que realmente necesitaba escuchar:

"Si quieres ganarte su confianza, vas a tener que dejar de esconderte. Habla claro. Sé honesto. Y dile lo que sientes, aunque te duela más a ti que a ella."

Me pasé una mano por la nuca, sin saber dónde mirar.

—Lo intenté ayer… con esa carta. La escribí porque no me salía decírtelo a la cara. Porque me daba miedo. Miedo de tu reacción. Miedo de la mía. Pero no la leíste. Y eso me dejó sin más opción que esta: mirarte a los ojos y decirlo todo.

Hice una pausa larga, dejándole espacio para respirar. Para decir algo. Para huir, si quería.

Pero no se movió. Seguía allí. Escuchando.

Y eso, en ese momento, fue más de lo que jamás pensé merecer.

—Créeme, Sandra… yo no busqué a Lorena. No la llamé. No la provoqué. Sabía perfectamente que era tóxica para mí. Como una adicción. Como un cáncer dormido que, si lo despiertas, te mata. —Hice una pausa y bajé la voz, no por culpa, sino por memoria—. ¿Te acuerdas de la gala de clausura de la feria? Me quedé helado cuando la vi aparecer. Fue como si alguien abriera una caja fuerte del pasado justo delante de mí. No supe qué hacer.

Sonreí, recordando lo inesperado que fue todo aquello.

—Pero entonces apareciste tú… con esa copa de champán y ese instinto tuyo de justicia envuelta en caos. Se lo echaste encima sin pestañear, como si no tuvieras nada que perder. Fue la escena más sincera de toda la noche. Y luego… no sé. No volví a ver a Lorena. Pero tampoco importó. Porque en ese instante ya estaba bailando contigo.

Sandra esbozó una sonrisa sarcástica. De esas que duelen más que un insulto.

—No la viste porque esa perra se fue a limpiar su pelaje caro. No soporta manchar su fachada perfecta. —Me lanzó una mirada afilada—. Y tú… tú no estabas tan seguro de haberla superado. ¿Verdad?

Asentí, con una honestidad que costaba.

—No. No lo estaba. Aquel amor mío por Lorena no era amor; era dependencia. Enferma, sí… pero intensa. Y por dentro… tenía miedo de que no se hubiera ido del todo.

—Ah. Por eso, cuando volvió al país, la invitaste a cenar. Para comprobar si no había metástasis —disparó Sandra con precisión quirúrgica, sin subir la voz.

Tragué saliva. Tenía razón. No podía edulcorarlo.

—Te voy a ser completamente sincero. Sí… y no. Yo no la invité. Me llamó ella. Dijo que quería hablar del negocio. Me citó en un restaurante donde solíamos ir. Dudé… pero acepté. Porque una parte de mí quería comprobarlo. Saber si aún tenía poder sobre mí. Si todavía podía tambalearme con solo una mirada suya.

Sandra me observó con esa mezcla de dolor, fastidio y lucidez que me quitaba el aire.

—¿Y? —preguntó, sin cambiar de postura—. ¿Comprobaste?

Asentí. Esta vez, con convicción.

—Sí. Esa noche, mientras ella hablaba, yo solo podía pensar en ti. En tu forma de fruncir el ceño cuando te concentras. En tu risa —cuando decides regalarla—. En tus malditos rizos rebeldes, que siempre terminan escapando de cualquier peinado. —Me acerqué despacio, sin invadir, como quien se aproxima a una herida abierta—. Y supe que había vuelto al lugar donde sí se siente algo verdadero. Y no podía permitir que esa verdad se me escapara otra vez.

Me incliné apenas y, con la yema de los dedos, aparté con cuidado un mechón suelto que le caía sobre la frente.

—Eras tú. Eras tú todo el tiempo. Solo que no quería darme cuenta. O tenía miedo de hacerlo.

Pero en cuanto mi mano rozó su piel, ella me empujó con ambas manos, con una fuerza que no esperaba, y retrocedí un paso, aturdido.

—¡No me toques! —gritó, con los ojos encendidos—. ¡No te atrevas a tocarme con esos dedos que hace unas horas estaban sobre ella!

Su voz temblaba, no de duda, sino de furia contenida. De dignidad herida.

—¡Y no me vengas con discursos de amor cuando aún llevas su maldito carmín en la boca! —escupió con rabia—. ¡Yo lo vi! ¡Yo estaba ahí!

Se giró dándome la espalda, con ese gesto suyo tan definitivo, tan condenatorio. Sus palabras resonaron en mi cabeza como una bofetada. Una que no dolía en la piel, sino en el orgullo, en la culpa. No podía dejarla ir así. No otra vez. No sin pelear.

En dos zancadas la alcancé y, sin pensar, la tomé del brazo y la giré hacia mí. No con violencia, sino con una urgencia visceral. Porque si algo había comprendido esta noche —al fin, tarde pero claro— es que amar de verdad no siempre es dejar ir; a veces, es tener el valor de no soltar hasta que las verdades se digan. Aunque duelan.




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