Arthur
El teléfono sonó y, por un instante, creí que era una alucinación.
No porque no reconociera su número —podría haberlo distinguido incluso dormido, entre mil números desconocidos—, sino porque había pasado la noche entera diciéndome que no iba a sonar. Que ella no llamaría. Que quizás ya era demasiado tarde.
Por la mañana estuve a punto de marcarle. Tenía el pulgar sobre la pantalla, el nombre escrito, el corazón acelerado. Pero no lo hice. Me contuve. Porque Sandra me pidió tiempo. Me pidió espacio. Y cuando alguien como ella —fuerte, herida, orgullosa— te pide distancia, invadirla es una forma segura de perderla.
Pero el teléfono sonó.
Y en la pantalla estaba ella. Su nombre.
Sandra.
Respondí como si se me fuera la vida en ello. Y, en cierto modo, así era.
—¿Sandra? —logré decir, aunque lo que pronunció mi boca no fue su nombre, sino todo lo que llevaba atascado desde que se marchó aquella noche: mi miedo, mi necesidad, mi culpa, mi esperanza.
Hubo un breve silencio. Uno de esos silencios que no incomodan, pero cortan el aire. Y luego, su voz. No quebrada. No suave. Solo… humana. Firme, como si también a ella le doliera hablar.
—Leí la carta.
Eso fue todo. Una simple frase. Pero bastó.
El mundo dejó de girar por un segundo.
Mi cuerpo entero se tensó como si esa frase tuviera el poder de reescribir el presente.
—¿Y…? —pregunté, con la voz suspendida entre la esperanza y la catástrofe.
—Y no sé qué hacer contigo —respondió, sin adornos—. Pero ya no puedo fingir que no te creo.
Cerré los ojos. No para escapar del miedo. Sino para contenerlo.
Porque lo que acababa de decir era más que un paso: era una rendija abierta en una pared que yo mismo ayudé a levantar.
Y aunque no era un “te perdono” ni un “vuelvo contigo”, era algo real. Algo tangible. Una grieta por donde, tal vez, empezara a colarse la luz.
—No quiero presionarte —susurré—. Solo… dime que no cerraste del todo la puerta. Que todavía puedo intentar ser alguien que merezca quedarme… en alguien digno de quedarme a tu lado..
Del otro lado escuché su respiración.
Lenta, profunda.
Y ese sonido fue más íntimo que cualquier palabra de amor.
—Tal vez. No lo sé aún —dijo finalmente—. Pero por primera vez en mucho tiempo… quiero averiguarlo.
Me apoyé en la pared, sin darme cuenta. Como si sus palabras fueran una corriente que me sacudía de adentro hacia afuera. No era un “sí” definitivo. Pero era lo más cerca de un “sí” que esperaba. No supe qué contestar. Y creo que ella tampoco.
Así que no rompimos el silencio.
Lo dejamos estar por un instante.
Solo escuchamos nuestra respiración dentro de la línea telefónica.
Como dos personas que se han dicho todo lo importante… y ahora tienen que aprender a vivir con lo que eso significa.
—¿Puedo verte? —pregunté—. No para hablar del pasado. Solo para almorzar. Sin promesas. Sin defensas. Solo tú y yo, en la misma mesa. Quiero verte sin dolor en los ojos. Quiero que mi voz no te irrite. Solo… almorzar.
Ella dudó. Se notaba en el silencio. Podía sentir su pulso, aunque no lo oía. Como si una parte suya todavía quisiera huir, y la otra… estuviera cansada de correr.
—Tengo mucho trabajo, Arthur. Hoy es imposible.
No lo dijo con frialdad. Lo dijo como quien se obliga a mantener los pies en la tierra.
—Entonces dime dónde estás —dije con urgencia—. Y voy yo. No me importa atravesar la ciudad entera si eso significa que vas a mirarme sin rencor. Solo una hora. Un plato. Una oportunidad de no fallarte en lo mínimo.
Otro silencio.
Otro suspiro.
Y entonces:
—Está bien. Hay un restaurante en el centro. Calle 17 con Las Heras. Se llama Le Jardin. Llega a las dos. Si llegas tarde, me voy.
Asentí con fuerza, aunque ella no pudiera verme.
—Ahí estaré. Antes.
No lo sabía, pero esa dirección no era solo una cita. Era un campo minado. Un recuerdo. Una herida.
El lugar donde otro hombre la rompió.
Y yo estaba a punto de entrar ahí, sin saberlo.
Colgué. Me quedé con el teléfono en la mano como si aún pudiera retener el calor de su voz.
Pero no fui directo.
Había algo más que hacer. Un paso que ya no podía evitar. Uno que me costó tomar durante meses.
Antes de dirigirme al restaurante, desvié mi camino. El coche avanzaba por la ciudad como en cámara lenta, pero dentro de mí todo era vértigo. No lo había planeado. Ni siquiera lo había pensado más de dos segundos. Solo supe, con una claridad cruda, que si quería ir a ese almuerzo como un hombre sincero, tenía que cerrar el capítulo más cínico de mi historia con Sandra.
Aparqué frente al despacho del notario.
El mismo edificio. La misma fachada austera, elegante. Tan fría como las decisiones que se toman dentro. Entré con pasos decididos, pero el estómago apretado. Fui recibido por la misma secretaria que me ayudó a dejar los documentos hacía casi un año.
—Buenos días, señor Starmer. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Vengo a recoger un contrato que dejé bajo resguardo —dije sin titubear—. Está a nombre de Arthur Starmer y Sandra Ruiz. Matrimonio con cláusulas especiales.
Ella alzó la vista apenas, con ese gesto de quien recuerda más de lo que dice. Asintió y desapareció por un momento.
Cuando volvió, llevaba la carpeta en las manos. El sobre era más grueso de lo que recordaba. Estaba cerrado con ese lacre institucional que parecía decir: “Esto es serio. Esto es irrevocable”.
Pero no lo era. Nada lo es, si se tiene el valor de romperlo.
La tomé con ambas manos. Pesaba. No por el papel. Por lo que representaba.
—¿Desea hacer alguna modificación, señor Starmer? —preguntó con voz neutra.
—No. Deseo que quede registrado que esta copia ha sido retirada… y que no volverá a guardarse aquí.
Ella asintió, sin más palabras.