Sandra
No sé por qué le di esa dirección. Fue lo primero que se me vino a la cabeza. Tal vez porque estaba cerca. Tal vez por puro reflejo. O tal vez —aunque no lo quería admitir— porque necesitaba ver qué pasaba si regresaba a ese lugar.
A ese restaurante. El mismo donde Boris me dejó plantada con una copa vacía y las ilusiones por el suelo.
Entré con paso firme, aunque por dentro no estaba tan entera. El maître me reconoció al instante, como si el tiempo no hubiera pasado. Me condujo a una mesa en sala interior con amabilidad, pero se notaba que estaba a expectativa del último encuentro. Todo olía a memorias no resueltas y el futuro dudoso.
Y entonces lo vi. Arthur estaba sentado bajo una pérgola con glicinas artificiales, pero cuando me vio, se levantó y caminó hacia mí con una expresión en la cara que no reconocía del todo: ni arrogancia, ni derrota. Solo… presente. Despojado.
—Hola —dijo, dándome dos besos de bienvenida.
—Hola —respondí, intentando calmar los nervios.
Yo misma no sabía por qué estaba tan emocionada o por el lugar, o por las memorias, o por Arthur. En principio todo me quedó claro después de leer su carta, por eso atribuí mi condición al embarazo.
Al llegar a nuestra mesa. No me ofreció un asiento. Se sentó frente a mí. Hicimos el pedido sin muchas palabras. Luego el silencio se instaló, como una vieja costumbre que habíamos aprendido a compartir.
Fue él quien hizo primero en romperlo.
—No sabía que habías estado aquí antes.
No lo miré al principio.
—Este lugar tiene historia —dije, jugando con la servilleta—. Pero no muy buena.
Arthur asintió, como si algo en él entendiera que ese almuerzo no era solo una cita. Era una escena que tenía que reescribir nuestro matrimonio.
—Si lo hubiera sabido, te habría llevado a otro sitio.
—No. Está bien —dije. Y era verdad. Porque si íbamos a empezar algo, tenía que ser desde las ruinas. No desde el maquillaje.
El camarero trajo los platos. Comimos en silencio unos minutos. No incómodo. No hostil. Solo… prudente.
Hasta que Arthur sacó la carpeta y la puso sobre la mesa.
—¿Qué es eso? —pregunté sin tocarla.
—Nuestro contrato.
Levanté la vista.
—¿Viniste con eso? ¿Después de todo?
—Fui a buscarlo esta mañana —dijo, con calma—. No porque quiera mostrártelo. No para recordártelo o modificarlo. Sino porque creo que mereces verlo… y decidir qué hacer con él.
Lo empujó hacia mí.
—¿Y qué propones que hiciera?
—Lo que te convenga mejor. Puedes romperlo o quemarlo.
No dijo más. No argumentó. No rogó.
Solo esperó.
Yo miré la carpeta sin tocarla. Y por un instante, recordé todo: el momento en que lo firmé, las cláusulas frías, los puntos suspensivos legales de un amor que no existía todavía. Y luego… el camino hasta aquí. Las peleas. Las heridas. La noche de error, las mañanas que compartimos sin hablarnos. Sus explicaciones en que no creía y esa carta que acababa de leer. Y mis sentimientos, las que yo callé por miedo a escucharme.
—¿Y si rompemos esto… y luego no funciona? —pregunté sin filtro. – ¿Perderás tu fabrica?
—Entonces no funcionó. Pero al menos lo habré intentado. No quiero más condiciones y clausulas. No quiero que nuestra relación está condicionada por un papel.
—¿Y si tengo miedo?
—Yo también lo tengo. Pero estamos aquí. Los dos juntos.
Y ahí estaba de nuevo ese temblor dentro del pecho. Esa parte mía que aún no había decidido si confiar… o huir.
Levanté la carpeta con una mezcla de rabia contenida y extrañeza. La abrí con dedos tensos y empecé a sacar las hojas, una a una. Las miré, las examiné, como si estuviera desenterrando los restos de un error que ya no sabía justificar. Nuestros nombres aparecían en cada página, enlazados con cláusulas frías, grotescas en su lógica de contabilidad emocional: “Convivencia mínima obligatoria”, “clausulas no revisables”, “multas por no cumplir”. Sonaban ahora como una parodia cruel de lo que alguna vez intentamos construir.
—¡Dios… qué horror! —murmuré, con una mueca de asco—. ¿Cómo pude haber firmado esto? ¿En qué demonios estaba pensando?
—Sí —respondió Arthur, con una sonrisa que dolía por su sinceridad—. Yo tampoco lo entiendo. Es como si hubiéramos estado drogados con miedo y arrogancia. ¿Estás segura de que ese día no tomamos algo ilegal antes de firmar?
Solté una risa breve, amarga. No tenía gracia, pero al menos era verdad.
—Esto fue una locura —corregí, bajando la vista hacia los papeles aún intactos—. Una cobardía disfrazada de estrategia. Una excusa elegante para no sentirnos vulnerables. Para no dejarnos…
—Caer en los brazos del amor —completó Arthur por mí, en voz baja, sin ironía. Como si esas palabras le pesaran en la lengua, pero ya no quisiera tragárselas.
Lo miré. No hacía falta añadir nada más. Él había entendido. Al fin.
—Sí —asentí, con una sonrisa triste y honesta—. ¿Quién iba a decirlo entonces? Que esa caída que tanto queríamos evitar… era en realidad un pozo sin fondo. Y nosotros, cayendo sin red.
Y fue justo ahí cuando lo hice.
Sin ceremonia, sin música de fondo, sin dramatismo impostado. Tomé la primera hoja y la rompí. Así. Sin vacilación. Solo papel. Solo un símbolo. Pero sentí cómo algo adentro se quebraba también… o se liberaba.
Arthur tomó la segunda. Me miró, como pidiendo permiso. Se lo di con la mirada. La rasgó.
Hoja tras hoja, fuimos deshaciendo nuestro contrato. El mismo que nos había unido de la forma más absurda. Lo hicimos sin hablar. Sin interrumpirnos. Solo el sonido seco del papel desgarrándose. Como piel vieja. Como una armadura que ya no servía.
Cuando terminamos, quedaba una pila de restos sobre la mesa. Fragmentos. Tiras. Confeti legal. Un matrimonio deshecho por cláusulas que ya no tenían sentido en este presente.
Levanté los ojos.
Él ya me estaba mirando. Y por primera vez… sin miedo. Sin barreras. Porque a veces, romper algo juntos… es el primer paso para construir algo nuevo.