Arthur
Durante una fracción de segundo, justo después de que el puño de Sandra impactara con precisión quirúrgica en mi nariz, el tiempo pareció detenerse. No por el dolor físico —aunque lo hubo, sin duda—, sino porque en ese instante exacto, como si su mano tuviera el poder de sacudir no solo mis huesos sino mi conciencia, todo se volvió radicalmente claro.
Me quedé inmóvil, con la mano sobre el rostro, sintiendo la tibieza de la sangre comenzar a deslizarse lentamente por mi labio superior. No me moví enseguida. Tampoco protesté. Ni siquiera pensé en gritar. Lo que más me sorprendió no fue el golpe —aunque fue limpio, preciso y merecido—, sino la revelación que le siguió, tan contundente como el puño mismo.
Ella está embarazada. Y el hijo es mío.
Durante un instante absurdo e imperdonable, no supe qué decir. Y por reflejo —quizá por miedo, quizás por estupidez—, pregunté la única frase que jamás debí haber pronunciado:
—¿Y quién es el padre?
Las palabras apenas salieron de mis labios y ya sabía que había cruzado una línea que no se regresa. Vi el cambio en su rostro. Vi cómo su mirada, que había estado contenida hasta ese momento, se llenaba de incredulidad, de rabia, de dolor. Y entonces lo supe: merecía cada gramo de furia que venía en camino.
El golpe fue la respuesta. Ni una palabra más. Solo el sonido seco de su puño chocando con mi nariz y la certeza, tan brutal como sencilla, de que acababa de fallarle en el momento más vulnerable de su vida.
Y aún así, en lugar de romper platos o levantar la voz como habría hecho Boris —ese imbécil que dejó cicatrices en su alma—, yo simplemente me quedé quieto, en silencio. Me incorporé lentamente, con la cabeza ligeramente ladeada, y tomé una de las servilletas de lino blanco de la mesa. La presión contra mi nariz era casi un acto ceremonial. No había histeria, no había dramatismo. Solo la aceptación de que lo que acababa de pasar no era solo una agresión física. Era una señal. Un grito mudo. Una verdad ineludible que me estallaba en el pecho.
La escena a nuestro alrededor se congeló por un instante, como si todos los comensales hubieran decidido fingir que no habían visto nada. Pero el maître, siempre vigilante y con los nervios tensos desde que entramos, llegó de inmediato agitando las manos, con el rostro crispado por una mezcla de alarma y resignación.
—¡Señorita, por favor! ¡Otra vez no! ¡Le suplico, hay clientes! ¡Voy a tener que llamar a la policía!
Me giré hacia él con una calma que no sentía del todo, pero que logré imponer como una máscara de control.
—No es necesario llamar a nadie. No ha pasado nada grave. Solo fue un... pequeño episodio. Un ataque epiléptico —dije, improvisando la excusa más absurda que se me ocurrió en ese momento, porque lo único que quería era evitar que Sandra se sintiera aún más expuesta.
Él me miró con desconfianza, como si no terminara de creérselo, pero también como si no tuviera energías para discutir. Finalmente asintió con lentitud y ordenó a un camarero que trajera hielo. Luego se retiró, murmurando por lo bajo algo sobre “el historial de esa chica” y “cómo está el mundo”.
Pero yo no escuchaba nada de eso, porque lo único que tenía en mente, lo único que me importaba, era lo que acababa de descubrir.
Voy a ser padre. Sandra está esperando un hijo. Nuestro hijo.
Y yo —imbécil de mí— reaccioné preguntando quién era el padre, como si no supiera con qué precisión ella corta las mentiras. Como si Sandra fuera de esas que usan su cuerpo para castigar o manipular. Como si, después de todo lo que hemos pasado, no supiera de sobra quién es ella.
La miré. Aún seguía ahí, de pie, con el bolso ya en la mano y el cuerpo rígido como una estatua de furia contenida. Estaba por irse. Y no supe si tenía derecho a detenerla. Pero, aun así, lo intenté.
—Sandra… —murmuré con la voz rota, la servilleta aún empapada de sangre temblando entre mis dedos.
Ella se detuvo a medio paso. No se giró del todo. Apenas me ofreció una mirada fugaz por encima del hombro, afilada como un filo recién templado. No hacía falta que gritara; en su silencio había más fuerza que en mil reproches. Su rostro era un mapa claro de furia contenida, incredulidad… y decepción.
—Si crees que voy a pedirte perdón por haberte golpeado —dijo al fin, con los labios tensos—, estás más perdido de lo que pensaba.
—No, Sandra. No… —la interrumpí al instante, levantando la mano libre como si pudiera detener el derrumbe que yo mismo había provocado—. No espero eso. Yo soy el que debe disculparse. Fui un idiota. Lo siento. Se me escapó. No lo pensé. No quise…
Ella giró apenas, y esa leve rotación fue suficiente para que sus ojos me alcanzaran de lleno. Ya no brillaban con rabia, sino con algo más punzante: una decepción que no necesitaba levantar la voz para desgarrarme.
—¿No lo pensaste? —repitió, con una frialdad que se sentía como un hielo rompiéndose bajo mis pies—. ¿Eso es lo que tienes para decirme?
Dio un paso hacia mí. Solo uno. Pero bastó.
—¿Cómo se te ocurre, Arthur? ¿Después de todo lo que dijiste anoche, después de jurarme que querías construir algo real, que me amabas, que te importaba…? ¿Y lo primero que haces cuando te digo que estoy embarazada es preguntarme si es tuyo?
No gritaba. Cada palabra era pronunciada con una exactitud clara. Cada sílaba era una herida.
—¿Quién crees que soy? ¿Qué clase de mujer crees que soy?
Yo bajé la mirada, no por vergüenza, sino porque no encontraba en mí nada que pudiera justificar esas palabras estúpidas que me habían salido como un disparo reflejo. La única respuesta que tenía era la más miserable: el miedo.
—Sandra… —intenté—. No fue desconfianza. Fue pánico. El peor tipo. El que aparece cuando no sabes cómo sostener algo demasiado importante, y terminas soltándolo por torpeza.
Ella me sostuvo la mirada por un segundo eterno. No dijo nada. Solo respiraba fuerte, como si cada inhalación contuviera una batalla entera.