Cómo te lo digo...

Epilogo.

Sandra.

Mi madre solía decir que una mujer casada tiene dos responsabilidades constantes hacia su marido: la primera, calmarlo cuando está nervioso; la segunda, ponerlo nervioso cuando está demasiado tranquilo. Y, con Arthur, descubrí que la segunda me salía mucho mejor.

Recuerdo perfectamente la expresión de Arthur cuando le solté —así, sin anestesia— que tenía que viajar a Honduras. Que no iba a dejar mi trabajo. Que estar embarazada no era una enfermedad ni una excusa para renunciar a lo que amaba. Que me sentía bien, fuerte, capaz, y no pensaba quedarme en casa esperando a que la maternidad decidiera por mí. Su cara fue un poema tragicómico. Se puso furioso, claro. Como si acabara de anunciar que me uniría a una expedición al Himalaya, embarazada de cinco meses y sin equipo.

Al principio, intentó negociar. Me recordaba todo lo que podía salir mal, como si yo no lo supiera ya. Luego se resignó a ese estilo tan Arthur: ir y venir constantemente entre su mundo y el mío, entre la fábrica y el set de grabación, entre su miedo y mi convicción. Lo hizo durante dos meses. Y luego, un día, sin anuncio previo, decidió delegar la administración de la fábrica en su adjunto y mudarse a Honduras conmigo.

Dijo que no quería perderse nada. Que, si había algo que necesitaba aprender, era cómo ser un esposo presente. No un administrador de sentimientos desde lejos. Y así fue como, sin drama ni aspavientos, dejó su traje y su escritorio… y se convirtió en el hombre que se despertaba cada mañana conmigo, que sostenía mi espalda cuando me dolía, que me cocinaba, aunque no supiera, y que me miraba como si fuera la única mujer que había existido jamás.

Cuando el reality terminó, yo ya tenía siete meses de embarazo. Los médicos me prohibieron volar, y Arthur volvió a quedarse. Esta vez sin preguntas. Sin condiciones. Y para ser completamente honesta… esos fueron los días más hermosos de mi vida.

Como cualquier mujer embarazada con sentido del humor (y algo de malicia), traté de irritarlo con deseos absurdos solo para divertirme. Le pedí cosas imposibles, como tortillas de maíz hechas a mano a las tres de la mañana o batidos de frutas que solo se conseguían en mercados a una hora en coche. Pero él... él me cargaba en brazos con una paciencia casi milagrosa, como si en vez de una esposa embarazada tuviera entre las manos una obra de arte frágil e irrepetible.

Y entonces llegó el momento. El día en que nuestra hija decidió que ya era hora de nacer.

Nunca, nunca en mi vida había visto a Arthur tan nervioso. Ni siquiera aquella fatídica mañana en la que me acusó de algo tan absurdo como “violarlo”. Ese día, en la sala de parto, parecía un adolescente en crisis. Caminaba de un lado a otro, exigía que los médicos “aceleraran el proceso” como si se tratara de una junta de negocios. Gritaba instrucciones que no tenían sentido. Estaba fuera de sí. Hasta que… la vio.

Desde el segundo en que la sostuvieron por primera vez y la colocaron en sus brazos, el mundo cambió. Se quedó completamente quieto, con esa criatura minúscula y roja mirándolo con ojos cerrados pero llenos de presencia. Y él, mi esposo fuerte y pragmático, rompió a llorar.

—Dios mío... es increíble. Esta niña… es un milagro —murmuró con una voz que apenas le salía del pecho.

Y lloraba. Lloraba de una forma tan profunda que por un momento me asusté. Pensé que su vieja depresión había regresado. Me olvidé incluso del dolor de las contracciones, del cansancio y del sudor, porque solo podía mirarlo a él, temblando, aferrado a nuestra hija como si fuera un salvavidas en medio de una tormenta emocional.

Por suerte, el médico reaccionó rápido, le quitó al bebé y la colocó sobre mi pecho. Y en ese instante, al sentir su piel caliente y su peso diminuto, al escuchar su respiración sin llanto, fui yo la que rompí en lágrimas. Lágrimas limpias. De felicidad absoluta. De plenitud que no sabía que existía. Fue como si algo se hubiera cerrado dentro de mí… o tal vez, como si por fin se hubiera abierto del todo.

Fuimos nosotros quienes lloramos. No Milagros. Ella nos miró —o eso me gusta creer— con esa calma sabia, que a veces tienen los recién nacidos, como si supiera perfectamente en qué clase de familia había aterrizado. Una en la que se gritaba, se amaba, se reconstruía… y, por, sobre todo, se elegía todos los días.

La llamamos Milagros porque no supimos llamarla de otra forma. Porque no teníamos otro nombre que pudiera contener lo que ella significó para nosotros.

Un milagro. Así, simple y completo. Como debe ser. Hasta que un día, sin buscarlo, sin esperarlo, lo supe.

Un nuevo milagro estaba creciendo dentro de mí.

La noticia me golpeó con esa mezcla vertiginosa de asombro y vértigo que sólo da lo imprevisto. Apenas había pasado un año desde el nacimiento de nuestra hija, y para ser completamente honesta, ni Arthur ni yo habíamos planeado convertirnos en padres nuevamente tan pronto. Apenas nos estábamos acostumbrando a dormir de corrido, a reconocernos en este nuevo rol de familia. Pero el destino, con su típico sentido del humor, ya había dictado su veredicto.

Estaba embarazada. Otra vez.

Y, durante dos días, me lo guardé. No por falta de confianza, sino porque Arthur estaba en uno de esos momentos suyos de entusiasmo imparable. Había retomado por completo las riendas de la fábrica tras nuestra estancia en Honduras, y su energía se repartía entre Milagros, el trabajo, y los nuevos proyectos que parecía inventar para no tener tiempo libre. Y yo... bueno, yo no quería pincharle el globo. Al menos no aún.

Pero llegó el primer cumpleaños de nuestra hija. Una pequeña reunión en casa, sin muchos invitados, solo nosotros, una torta con cobertura de crema y una vela solitaria en medio del pastel. El momento perfecto. O eso creí.

Mientras encendía la vela, lo solté. Así, como si nada.

—Cariño… ¿te gustaría repetir esto?




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