Pasé mis vacaciones tratando de contactar con Ansel, sin suerte alguna. Era como si hubiera desaparecido. El no saber nada de él me había puesto en un estado emocional incontrolable.
Lo había considerado un pilar de mi estabilidad y el que desapareciera de la nada solo me derrumbaba.
«¿Había hecho algo mal? ¿Lo molesté con mis constantes mensajes depresivos? ¿Se aburrió de mí? ¿Me había olvidado?»
Muy posiblemente ni siquiera fuéramos tan amigos como pensaba.
La incertidumbre me lastimaba cada día que pasaba y que no tenía noticias sobre él. Estaba limitada a simplemente esperar que respondiera, que me hablara y me contara que lo había mantenido alejado.
Una parte de mí sabía que estaba siendo demasiado obsesiva con él, que cometí un error al considerarlo tan importante, un salvavidas.
Cualquiera de los dos podía morir y ninguno sabría de lo que le pasó al otro.
Cansada de la incertidumbre, tomé la iniciativa de marcarle, considere hacerlo antes, pero el nerviosismo me ganaba, trate de convencerme de que no sería necesario, pues no tardaría tanto en hablarme.
Pero pasó el tiempo y ese mensaje nunca llegó.
Las manos.me sudaban mientras escuchaba sonar el teléfono. Uno, dos, tres, timbres y la llamada se cortaba.
«Está muerto.»Esa era la única respuesta, ¿Por qué otro motivo no contestaría a mi llamada?
Me obligué a silenciar mi mente, volví a llamar de nuevo. Había la posibilidad de que no respondiera porque estaba llamando desde otro número, uno que no tenía registrado, eso solo lo convertía en una persona precavida.
Uno, dos, tres timbres y buzón de voz.
Para ese momento ya era un torrente de emociones contenidas, inquietud, miedo, incertidumbre, melancolía. Con las manos temblorosas volví a marcar su número.
Esperé de nuevo, uno, dos, tres timbres.
—¿Quién habla? —Su voz del otro lado de la línea calentó mi cuerpo.
No estaba muerto, era su voz, seguía vivo, estaba bien, se escuchaba bien. Mis miedos, dudas e inseguridades se disiparon por completo.
Había estado tan concentrada en las diferentes posibilidades que existían, por las cuales no tomaba mi llamada, que no me detuve a pensar en qué diablos se suponía que iba a decir si respondía.
Tomé una bocanada de aire, ansiosa por escuchar más de su voz, por qué hablará conmigo.
—Soy Amaris —dije con emoción.
La llamada se cortó.
Me quedé de pie, congelada, escuchando nada más que el silencio de la línea.
«¿Me había colgado?»Me negué.
Era obvio que se había cortado la llamada. Tragué saliva tratando de disipar el nudo de mi garganta.
Volví a marcar apresuradamente.
Buzón de voz.
«No va a responder.»Era una afirmación, más que una pregunta que posiblemente pudiera ser.
Con los ojos llenos de lágrimas me rendí.
Un dolor se instaló en mi pecho, obligándome a respirar forzadamente. Me dejé caer de rodillas, sin importarme el dolor que me pudiera provocar. No importaba, nada me dolía más que el corazón.
Con una tristeza desgarradora me hice un ovillo en el suelo, solo para llorar descontroladamente.
Me había ignorado a propósito. Eligió apartarse de mí por alguna razón desconocida y no me había dicho siquiera si fue por algo que había dicho o hecho mal.
Habría sido más fácil para mí, vivir con la idea de su muerte prematura, resultado de algún accidente. Incluso, vivir con la idea de su suicidio me sería más fácil de afrontar. Porque por lo menos comprendería la una y sus mil razones por las cuales lo había hecho.
Lo habíamos hablado en innumerables veces que, pensar en que se había colgado en algún lugar de su casa, no me quitaba el sueño para nada.
Pero vivir con que deliberadamente me ignoró, sin motivo alguno aparente, ignorando mi existencia, sin decir nada, sin que le importara o no lo que pudiera pensar. Iba más allá de lo que podía soportar.
En mi mente era claro, nunca le importe en absoluto.
«Ojalá te hubieras muerto.» Lo acribillé en mis pensamientos.
Por el resto de la tarde dejé que la tristeza tomara el control. Luche por convencerme de que Ansel ya no me quería en su vida, y odie cada vez que mi mente quería justificarlo.
A pesar del dolor que sentía, admití que aún lo quería. Nada justificaría el daño causado, ya sea que fuera consciente de ello o no.
«Ya no más, Ansel.» Me resigné.
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La preparatoria dio inició, y con ello venía un nuevo comienzo, nuevas oportunidades, nueva gente, nuevos aires.
Al final había optado por una carrera que estuviera vinculada al diseño. Estudiar para ser médico veterinario dejó de ser una opción cuando mi abuela me dio el sermón de mi vida:
—Es una carrera muy cara y larga. Mejor estudia otra y cuando ganes tu propio dinero te pagas la carrera que quieras.
Sus palabras alternaron el flujo de mi vida, pero no en gran medida.
Cómo era de esperarse, los inicios me fueron complicados. Manteniéndome alejada de los demás, reduciendo así el contacto que pudiera tener con ellos.
Prefería pasarme los descansos en el salón para no tener que convivir con la gente que se peleaba por alcanzar comida en las cooperativas.
De vez en cuando salía al pasillo para tomar un poco de sol. Observaba a lo lejos a todos ir y venir, con sus uniformes formales, los chicos trajes azul marino y las chicas saco y falda azul marino. Había algunos de años más avanzados que llevaban pants de un tono azul cielo, con las sudaderas atadas a las caderas.
Todos se mantenían en constante movimiento, avanzando por los pasillos, entre las jardineras, sentándose en las palapas, y las bancas a los costados de los edificios.
Me quedaba quieta, escuchando sus ruidosas pláticas, viéndolos reír y hacer el tonto con sus amigos.
Una parte de mí añoraba un poco de esa calidez, pero recordar que muy probablemente me terminarían ignorando como Ansel lo había hecho, me complicaba el desenvolverme.