Perder el contacto con mis viejos amigos me mantuvo luchando entre querer recuperar esos tiempos y la asimilación del cambio.
Una parte de mí sentía que, si comenzaba una nueva amistad con alguien, era como traicionarlos.
Rayna estaba empezando a desenvolverse con su nueva rutina, con sus nuevos compañeros, disfrutando de su etapa. Nuestras charlas comenzaron a ser menos cada día, y aunque, en un inicio me dolió, me había dado la seguridad de saber que podía contar con ella, manteniendo así a flote.
Seguía siendo mi amiga a pesar de la distancia, acudiendo a ella en cualquier momento. Devolviéndome la seguridad que Ansel me había arrebatado al desaparecer y como si nunca hubiera existido.
Tras mi breve presentación con Clara y Mina, volví a mi rutina. No estaba cómoda con la idea de integrarme a su grupo, quizá aún no era el momento correcto para que se diera una buena amistad.
Me dediqué a seguir observando el comportamiento de mis compañeros. Odiaba mis nulas capacidades sociales; el nerviosismo, la vergüenza y miedo me recorría cuando intentaba simplemente entablar una conversación casual con alguien.
Durante todo ese tiempo sola, me había dado cuenta de que el grupo se dividía en grupos más pequeños. Cada uno, tan diferente del otro, era como una clasificación:
Estaba el grupo de los matones; especialistas en decir groserías y soltarse a puñetazos cada vez que les apetecía. Luego estaba el grupo de los que prestaban atención; no hace falta decir que hacían.
El grupo de los que siempre reían en clase, al cual pertenecía Eliot, Clara y Mina. El grupo que se creía superior o hacía chistes rancios. Y, por último, el grupo de personas cuya personalidad no encaja en un grupo u otro. Dónde había risas y bromas, pasarse apuntes y también no hacer nada.
Ese grupo se concentraba en la parte trasera, abarcando desde el fondo hasta el centro, conformados mayormente por hombres.
Durante un descanso, me había tomado la libertad de recorrer los pasillos, pero el bullicio de la gente terminó por mandarme de regreso a la seguridad que me proporcionaba el salón.
Mientras subía los últimos escalones, una canción que conocía perfecto comenzó a escucharse de un altavoz de algún celular.
Al doblar en la esquina del pasillo, estaba un grupo de chicos, hablando sobre algún tema acaloradamente.
Uno chico de piel canela, de hombros anchos, mirada oscura, con pronunciadas ojeras, y un cabello negro bastante corto. Sostenía en una mano el celular cuya canción se reproducía, mientras la otra la movía para dar énfasis a algo que explicaba.
Me acerqué silenciosamente al grupo, quien no se percató de mi presencia.
—A mí también me gusta esa banda —susurré junto al chico.
Los cinco que estaban reunidos dieron un brinco en su sitio, con claras expresiones de asombro. Uno de ellos, delgado, piel ligeramente bronceada, con un lunar en la mejilla izquierda bastante llamativo, se llevó una mano al pecho.
El chico de mayor altura y piel canela, nariz aguileña, soltó una maldición, junto a él, alguien de su misma estatura, piel bastante pálida y una complexión robusta que ensombrecía a la del otro chico bastante delgado. Por último, uno de los chicos, bajo y robusto, dejó escapar una risita nerviosa.
Antes de que pudieran formular alguna palabra en mi dirección; el pánico y la vergüenza se apoderaron de mí, retrocediendo de inmediato para entrar corriendo al salón.
Me senté en mi banca, como si nada hubiera pasado. Concentrándome en cualquier cosa, menos en todos los pares de ojos que me miraban desde el otro lado de la ventana.
La cara me ardía de la vergüenza, y el miedo se había asentado en mi estómago. No había sido tan malo, solo había comentado que era una de mis bandas favoritas.
No tenía nada de malo, ¿O sí?
Abrí un libro que llevaba en la mochila, para meter la cara entre sus páginas. Sopesando mis opciones.
«Socializa o muere sola.» No había más opciones en realidad.
Odiaba no saber cómo entablar una conversación, pero odiaba más sentirme sola, un cero a la izquierda, ser la inadaptada.
Aun la idea de que mis amigos me habían olvidado carcomía mi cerebro día y noche. Me atormentaba pensar que, si hacía más, estos eventualmente también me terminarían rechazando u olvidándome.
Mi mente era débil, y odiaba ser débil.
La mañana siguiente, durante el descanso, uno de los chicos se acercó a mí.
Era el chico del lunar llamativo. Se detuvo junto a mi banca, rascándose la oreja con obvia incomodidad.
Por breves momentos, lanzaba miradas a su grupo de amigos que lo esperaban en la puerta, sumergidos en una conversación más interesante que mostrarle apoyo a su amigo que claramente lo pedía a gritos.
—Oye —me habló por fin—. Iremos a comprar algo. —El nerviosismo se notaba en su voz—. ¿Quieres acompañarnos? —Ni siquiera se había molestado en verme a la cara, seguramente listo para el rechazo.
—Claro —contesté casi de inmediato, con decisión, con esperanza.
Si alguien se había tomado la molestia de hablarme e incluso hablarme, no podía simplemente negarme cuando incluso tenía el deseo de mantener una conversación con ellos.
No porque mis antiguos amigos se hubieran olvidado de mí, significaba que los que hiciera a partir de ahí harían lo mismo. ¿Verdad?
Me dedico una sonrisa, amplia de satisfacción.
Nos quedamos un momento quietos, sin decir absolutamente nada, hasta que señalo y con el pulgar hacia la puerta tras de él.
—Entonces. ¿Vamos? —Asentí enérgicamente, apurándome a tomar mis cosas y seguirlo a paso lento por el salón hasta llegar con sus amigos.
—Por cierto, soy John.
Los chicos frente a mí me sonrieron, moviendo su cabeza en forma de saludo. Sin decir nada y al mismo tiempo diciendo todo.
No se veían incómodos, molestos o con algún sentimiento negativo hacia mi persona. Por lo cual pude sentirme cómoda ante ellos.