Una risa llamaba mi atención, corrí hacia ella sin percatarme que en realidad yo era la fuente. Me detuve en la entrada de mi vieja casa. La puerta principal estaba abierta, siempre lo estaba.
Corrí al interior porque debía esconderme.
«¿De quién?»
Me acomodé bajo el escritorio de mi hermana, abrazando con fuerza mis rodillas para ocupar menos espacio y que no me encontrara. Estaba segura de que no me vería ahí por lo pequeña que era.
—¡Amaris! —me llamó una voz familiar, una voz masculina—. Uno. Dos. Tres. ¡Ya te encontré!
Sabía que estaba mintiendo, mentía para que bajara la guardia. Aún no sabía dónde estaba pero su plan era que me rindiera, que pensara que había ganado. Astuto.
Lo escuché caminar por la habitación, moviendo las cosas de sitio para cerciorarse de que no estuviera tras alguna cortina, bajo la mesa o tras el sillón.¿Realmente se estaba esmerando o posiblemente me estaba despistando?
Los ruidos eran tan fuertes debido al silencio que reinaba en las habitaciones. La casa estaba vacía, mi madre había salido a un mandado con su mamá ya que vivían a tan solo una calle de nosotros, y mi hermana estaba en la escuela.
Debido a que dijeron que no tardarían, decidí quedarme a jugar con él, porque era mi amigo. Lo conocía desde que nos habíamos mudado a esa vieja casa, aunque su padre no me agradaba del todo, él siempre se prestó amable conmigo.
Cubrí mi boca para impedir que los sonidos salieran de ella, me mantuve alerta porque el ruido había cesado, sin embargo, si salía perdería, así que esperé pacientemente a que hiciera algo que me indicara su ubicación en la casa.
Un golpe ensordecedor me hizo pegar un brinco y dejar escapar un grito. Golpeó con fuerza el escritorio del cual me escondía, su mano apareció en la parte superior y tocó mi cabello, para indicar que sabía que estaba ahí.
Rodeó rápidamente el escritorio y me sujetó por un pie para arrastrarme fuera. Dejé escapar un chillido acompañado de una risa divertida, me había encontrado, otra vez.
—¡Oh vamos, Amaris! Tienes que esconderte mejor—dijo dulcemente. Ayudándome a ponerme de pie.
—Prometo que lo haré mejor la próxima vez. —Sacudí el polvo de mi ropa.
—No habrá próxima vez—susurró seriamente.
Ladeé la cabeza para tratar de comprender sus palabras.
«¿Ya no quiere jugar conmigo?»
Me acerqué a él para abrazarlo, porque eso es lo que hacía, abrazar a todos, todo el tiempo. Era mi forma de demostrar que estaba bien, que me importaba alguien.
Porque el contacto físico nunca me había importado. Se sentía correcto, no se sentía mal.
Rodeó mi diminuto cuerpo con sus brazos, colocándose en cuclillas frente a mí, apartando unos mechones de mi cabello para mirarme a los ojos.
Era un chico bastante simpático, me gustaba jugar con él porque así no solo éramos mi hermana y yo, solas. Podíamos salir andar en bicicleta o jugar a las atrapadas, aunque, normalmente perdía. Pero aun así me divertía. Podría decir con sinceridad que era feliz, lo fui, en aquel entonces era una niña feliz.
Tenía sueños, ilusiones, metas, deseaba con fuerza y anhelaba las cosas, no tenía miedo a nada, era temeraria, experimentaba todo. Nada me detenía.
Pero algo cambió en él, algo lo orilló a cambiar, quizá los acontecimientos en su casa, posiblemente los cambios físicos y hormonales de la pre-adolescencia, o solo así debía de pasar y no había nada que pudiera evitarlo.
Sus labios se curvaron en una sonrisa un tanto extraña mientras continuaba acariciando mi cabello, pasando sus dedos por los largos rizos. Luego los deslizó por mis mejillas, sosteniéndome la cara entre sus manos.
—¿Te parece si jugamos otro juego?
La ilusión por jugar todo tipo de juegos creció en mi pecho. Asentí enérgicamente.
Lucía complacido mientras miraba a todos lados, como si inspeccionará que nadie nos viera, como si debiera ser un secreto.
Me soltó para revisar la casa, salió para cerrar la puerta principal, que ahora estaba asegurada. Cuando regresó, se sentó en el sofá y palmeó a su lado.
—Ven aquí, Amaris. —Volvió a palmear y luego extendió una mano en mi dirección—. Siéntate a mi lado.
Corrí sin pensarlo, porque eso es lo que hacía con normalidad. No tenía nada que temer; él siempre mecuidaría.
Me tomó por la cintura para ayudarme a sentarme junto a él.
—¿A qué vamos a jugar? —le pregunté, sin prestar atención a sus suaves caricias en la espalda.
Su toque era reconfortante. Mi hermana también solía hacer eso cuando me sentía mal, no simbolizaba nada malo.
Él y mi hermana solo se llevaban un par de meses de diferencia. Algunas veces podía notar como ambos se aburrían de estar conmigo. Pero siempre solía estar para mí cuando lo requería, por lo cual lo sentía como un hermano más.
—Este juego es muy especial, ¿de acuerdo? —Asentí con los ojos muy abiertos. La emoción me carcomía de dentro hacia fuera—. Es tan especial que no puedes decirle a nadie.
Fruncí el ceño en respuesta.
—¿Ni a mi hermana?
—No. No puede saberlo —dijo golpeando mi nariz amistosamente con su dedo índice, y justo cuando estaba a punto de preguntar algo más, él agregó—: Tampoco le puedes decir a tus papás.
—¿Por qué no? —solté con un puchero.
—Porque si les dices, ya no me dejarán jugar contigo. Y tu no quieres eso, ¿o si?
Mi corazón se aceleró ante sus palabras, me gustaba jugar con él, me hacía reír con cosquillas y solía dejarme montar su espalda como un caballito.
Así que asentí, porque confiaba ciegamente en él.
Su mano que había estado frotando mi espalda comenzó a bajar hasta donde llegaba mi trasero. Solo estaba haciendo más extenso su gesto, ¿no?
Con su mano libre comenzó a meter mechones de mí cabello tras mi oreja. Su sonrisa se ensanchaba más en su rostro, para ser sincera, se veía un poco aterrador.