ALESSANDRO BELMONTE
La impaciencia me consume mientras mis ojos escrutan la escalinata elegantemente alfombrada de la Mansión Sterling. El Patek Philippe en mi muñeca no deja de marcar el tiempo que parece estirarse como chicle.
«¿Dónde demonios se han metido?»
Veinte minutos eternos han pasado desde mi llegada, y no hay rastro de su presencia. Un suspiro irritado escapa de mis labios, y mis dedos se enredan instintivamente en mi despeinada cabellera rubia, la frustración bullendo en mi interior. Finalmente, me levanto y dejo que mis manos se hundan en los bolsillos.
Me acerco al retrato de tamaño completo que domina la sala de estar. Mis ojos se clavan en la imagen de una joven deslumbrante. Viste un vestido etéreo de un blanco resplandeciente, el cual se desliza con gracia sobre su figura esbelta. La tela delicada cae en pliegues suaves, siguiendo las curvas de su cuerpo con elegancia. Sus ojos negros, cautivadores, me devuelven la mirada con una intensidad magnética.
De repente, una ola de deseo me envuelve…
«¿Qué diablos me está pasando?»
Parpadeo con fuerza y retorno mi atención al retrato. Su cabello es oscuro como la noche, se desliza grácilmente hasta la cintura. Un collar reposa con gracia entre sus pechos firmes. ¡Caray! Parece surgida de un cuento de hadas, una auténtica princesa en todo su esplendor.
«Maldición». Pienso, sacudiendo la cabeza para apartar esos pensamientos.
Mi boca se tuerce ante la percepción de la realidad. Aunque hermosa, ella está lejos de ser una ‘princesa’.
Ante los ojos de todos, ella se erige como la única heredera del influyente magnate Robert Sterling, CEO de Sterling Tech Solutions en Nueva York. Sin embargo, yo resguardo la verdad. Isabella Sterling, lejos de ser la imagen intachable que proyecta, es una niña arrogante, una consentida, una astuta socialité que juega con las expectativas y las apariencias a su propio capricho.
Ya quiero que este día llegue a su fin. Conocer a Isabella Sterling, quien ‘será’ mi futura esposa, no se presenta como el emocionante capítulo que anticipaba para mi vida. La noción del matrimonio no es un terreno para el que me sienta preparado; aún me deleito con los placeres de la vida de soltero. Renunciar a la libertad de salir con cuantas mujeres quiera no es una idea que me entusiasme. Sin embargo, ¿qué opción me queda? Me veo obligado a someterme al deseo de mi padre de entrelazar mi vida con la hija venerada de su mejor amigo a través de este matrimonio impuesto.
Mi padre, Richard Belmonte, se ha vuelto obstinado en cumplir la promesa que hizo a su amigo de la infancia, Robert Sterling. La idea de consolidar las riquezas de nuestras familias mediante la unión de sus hijos se ha vuelto una obsesión para él.
Aunque accedí a regañadientes, me hice una promesa: no seré fiel a este matrimonio impuesto. A pesar de que mi padre insista en la integridad de los Sterling, no estoy dispuesto a renunciar a mi estilo de vida. La libertad de trazar el curso de mi vida como lo he disfrutado hasta ahora es algo que no estoy dispuesto a perder.
«¡Al diablo con la solterona Sterling!»
Recuerdo vívidamente la primera vez que mi padre sacó a colación el tema del matrimonio, ya han pasado doce años desde entonces. Apenas tenía dieciocho años y estaba a punto de empezar en la universidad. En ese entonces, mi padre me enseñó una fotografía de la atolondrada Isabella Sterling, quien para entonces tenía catorce años. La imagen en la foto capturaba su juventud de manera inocente. Su melena negra caía de forma rebelde y desordenada, mientras que su sonrisa mostraba unos dientes con brackets. Honestamente, en ese momento no me pareció particularmente atractiva y hasta la consideré demasiado joven para mis gustos. Así que, tomé las palabras de mi padre como una especie de chiste, un chiste que olvidé al instante.
Ahora, la necesidad apremiante de preservar su fortuna se ha convertido en la principal meta, tanto para él como para el padre de Isabella. Ambos han llegado al acuerdo de que el matrimonio entre sus herederos es la única senda que les conducirá a su tan preciado propósito.
No obstante, yo no estoy dispuesto a despojarme de la vida que meticulosamente he labrado para mí mismo. Mis días transcurren entre la gracia de mujeres deslumbrantes, ya sea entre las filas de las modelos más exquisitas o las reconocidas celebridades de Hollywood, sin olvidar a aquellas que aún están forjando su camino en la escena actoral, pero que desbordan belleza en cada sentido de la palabra. Nuestras conexiones efímeras se desvanecen con la misma rapidez con la que se enciende la chispa, ya sea en días o semanas, y las más afortunadas apenas logran alcanzar un mes. Veo a las mujeres como seres encantadores, pero que no merecen ser tomadas en serio, simples objetos que puedo desechar y reemplazar sin esfuerzo por algo nuevo.
Jamás he encontrado a esa mujer a la que ‘amar’. Ninguna de las mujeres que ha cruzado mi camino ha sido capaz de resonar ese sentimiento. A pesar de los encuentros superficiales, mi corazón se mantiene distante ante la perspectiva de experimentar aquella emoción. La idea de que alguien pueda llegar a impactarme a niveles más profundos parece algo remoto, hasta diría que imposible.
No confío en el amor, es una sensación que aún no he experimentado y que no pretendo experimentar. No tiene cabida en mi mundo, ni la tendrá, para mí es solo un sinónimo de lujuria, de lo cual si me permito disfrutar.
Es por eso que el matrimonio no está dentro de mis planes.
Sé que llegará el momento en que la carga de continuar el legado de los Belmonte se vuelva ineludible. No hay escapatoria. Ese momento, sin duda, ocurrirá en un futuro, cuando el peso de la soltería se haga más grávido y mi juventud se esté evaporando. Sin embargo, cuando ese día llegue, deseo tener la libertad de escoger mi propia compañera, una mujer que represente lo mejor y de la que pueda sentirme orgulloso.
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Editado: 07.12.2023