Con amor, Clov - Consejos de escritura

Los peligros de no tener objetivos

Febrero, 1. 1894.

El abuelo enfermó. Llevo una semana haciéndome cargo yo misma de su librería; atendiendo a clientes histéricos, acomodando los recién llegados y usando el tiempo restante para reparar viejos. Fue un sueño, pero aquí viene lo malo.

Yves, que por algún motivo sigue detrás de mí, se presentó ayer por la tarde. Me llevó un libro roto de su tío, una novela romántica de las que odias cuyo único propósito es contarte los dramas de una pareja, y lo usó de excusa para quedarse. Por supuesto, intenté echarlo. Ya sabes que yo no suelo usar esos viejos modales para estas cosas. Son poco efectivos, igual que contar textualmente en un cuento una experiencia vivida. Para quitarle lo aburrido al mundo estamos los escritores.

¡El punto, sí, a eso iba! Supongo que estoy algo dispersa, no he tenido los objetivos claros hoy. Ideé buenas mentiras sobre cosas que le interesaban para distraerlo, ediciones de su autor favorito inigualables o cuentos de algún lugar en el fondo de la montaña. Funcionó mejor de lo que creerías. Para la hora de cerrar, él seguía enfrascado buscando un libro inexistente. 

Imagino que recuerdas cómo es la librería del abuelo. Puedes perderte por los pasillos de lo grande que es y perderte a ti mismo con las obras que guarda. Muchos visitan el barrio solo por conocer "El sello de la Rosa" y a Fernand Rose, ese historiador que pasa horas contándole a sus visitantes aventuras de sus años dorados. 

Debo decir que no se decepcionaron tanto, sí un poco, al encontrarse conmigo. Soy una gran cuentista. Recito las historias del abuelo como si fuera él mismo, luego me preguntan sobre mí y sonrío. Soy una Rose, tengo mis historias, secretos y gritos echados al viento que pocos conocen. Tú, por ejemplo. Conoces mis mejores mentiras.

Me vinieron a la mente muchos recuerdos de la infancia. Tardes que pasamos en el umbral de la cabaña mientras la abuela cocinaba junto a tu madre —que, por cierto, me alegra saber que se encuentra mejor— esa tarta que amas, la que hacían con las frutas que cosechábamos juntos en el pequeño huerto del jardín, escuchando al abuelo, que sacaba su sillón con ayuda de tu padre, contarnos anécdotas de sus aventuras por Europa y otros continentes. Esas historias no fueron lo mismo desde que tu cabaña se incendió. 

Lo sé, ese tampoco era el punto, pero suelo angustiarme de recordar esa tarde. En especial cuando paso frente a los restos incinerados de tu cuarto.

Como te dije, hoy no tengo claro lo que quiero decir. He estado abrumada por multitud de cosas que necesito contarte y, en general, no tengo un punto claro en el que quiera hacer confluir estos ríos.

Yves se ofreció a llevarme de regreso a la cabaña cuando llegó la hora. Cierto es que la nieve nos llega en este momento hasta los tobillos, pero cae como el polvo que sacudes de un libro olvidado y pensé que era innecesario. Cabalgué sobre Canelle y se pensó que no sabía que me estaba siguiendo. El colmo; ¡Cuidarme! ¡A mí! Pero ese no es el punto tampoco. 

Recuerdas que hay que cruzar una colina para llegar a la cabaña. Cuando bajas ya no ves los coches que pudieran venir por detrás, tanto por la colina en sí como por los árboles. Tal vez si alcances a oír sus caballos. Pensé que ya no sabría más de él cuando cruzara, y no tenía forma de saber si seguía ahí cuando desmonté. 

Un sonido entre los árboles coincidió con el momento en que mis botas se hundieron en la nieve. Me tomó un rato encontrarlo, el blanco lo cubría todo y el sol comenzaba a esconderse entre las puntas de los pinos. En verdad, fue porque oí un par de ramas que se partieron. Con temor, y un poco de curiosidad, se escondía el lobo entre los arbustos. 

Algo me pareció raro en su forma de caminar cuando se marchó, por lo que até a prisa a Canelle y lo seguí. Puedes llamarme inconsciente, lo harás de todas maneras, pero si de algo voy a morir, ¿por qué no hacerlo saciando mi curiosidad?

El asunto es que tú tienes la vida en muy alta estima. Le temes demasiado a la muerte. Yo no. Sería desperdiciar el miedo con algo inevitable, como temer al envejecimiento. Tampoco la busco. ¿Será una virtud? ¿El defecto que me condenará algún día? Puede ser.

En el fondo, y no le digas esto al abuelo, espero que lo sea.

Regresando a mi búsqueda; perdí pronto de vista al animal. Seguí vagando, aunque tiempo atrás había perdido también el rumbo. Ya no buscaba al lobo, ni intentaba llegar a la cima, ni regresar. La luz de la luna se convirtió en lo único que me guiaba. Pienso que me movía la paz de sentirme en un momento fuera del tiempo. En la nieve y el hielo que cubría el lago, el cual cada tanto visualizaba a la distancia, había una tranquilidad que dormía los relojes. Es una sensación que olvidas después de tantos años en la ciudad. Lo cierto es que me dejé llevar por algo que ni siquiera existía, pues por supuesto que el tiempo corrió mientras yo deambulaba. Debería haberlo notado cuando comencé a temblar.

Tal vez imagines lo que se viene. No encontré el camino de regreso hasta que la luna estuvo encima de mi cabeza. Oí a lo lejos los gritos de mi abuelo y corrí por entre los árboles. De no haber sido por Yves, él no se habría enterado de mi desventura. 

No, no se lo agradezco. Regresaría tarde o temprano, aunque para ese momento ya se me hubieran congelado las manos y apenas sintiera las piernas. Ahora el abuelo está peor que antes. Habría preferido nunca volver, al menos así se podrían alimentar los animales.




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