Querido Tao:
Alguna vez escuche una frase sobre la calma antes de la tempestad, la he tenido en mente desde ayer porque creo que fue justamente lo que nos pasó. La cita fue nuestro momento glorioso, el suceso del postre fue el inicio del descenso y luego, luego vino la nada, la nada que trajo consigo el huracán.
Los días siguientes al evento del postre fueron el invierno frio entre los dos, tú estuviste ocupado organizando actividades de recolección de fondos con tus amigos de la iglesia para realizar una excursión, o como ustedes le llaman “retiro espiritual”, pues ya se acercaban los carnavales de la ciudad y este era un evento rechazado en tu familia y comunidad de fe. Para ustedes, al igual que para mi madre, los carnavales eran la representación y el festejo de los pecados, para mí era algo mucho más cultural, pero respetaba sus creencias por lo que estuve muy consiente de darte tu espacio y aconsejarte sobre los mejores sitios para realizar excursiones del tipo que buscaban, alejados de toda tentación, después de todo los viajes son mi área.
Inclusive, esa semana preferí regresar andando a casa los días en los que tenías culto en la iglesia para no desconcentrarte, pues ya había pasado antes que te salías a mitad del servicio para ir a toda prisa como un loco a la parada del bus para recogerme y eso no me gustaba, pues arriesgabas tu vida y hacías a un lado tus compromisos por mí sin ser necesario.
El caso es que esa semana casi no nos vimos, y tampoco hablamos mucho por mensajes, ya que por mi parte también me ocupe con asuntos de la universidad que debía dejar listos antes de salir al receso de los carnavales. Y cuando llegó la semana de los carnavales, tú te marchaste al retiro, lo cual prolongo nuestra distancia.
Fue un poco frustrante porque hasta ese momento no me había dado cuenta de lo cercanos que nos habíamos vuelto, y empecé a extrañarte. Por un lado tenía aquella desazón por no poder despedirme de ti antes de que te marcharas al retiro, habías ido a casa para que mamá te prestara un bolso en el que pudieras meter tus cosas para el viaje, bolso que lavé con mis propias manos y quise entregarte, pero no pude pues cuando llegaste por el yo me encontraba cambiándome tras tomar una ducha, y como estabas tan apurado porque habías dejado todos tus pendientes para último momento, cuando quise salir, ya te habías ido.
Me sentí nostálgica, había planeado todo en mi mente, primero te daría el bolso y luego me hundiría en tu pecho, me dejaría rodear por tus fuertes brazos y al final, con un poco de suerte te daría un beso en los labios, solo un pequeño rose que te acompañara todos los días que estuviéramos alejados. Lastimosamente nada de eso sucedió.
Y por otro lado, debido a las diversas actividades del retiro y los horarios de las mismas se nos hizo difícil coincidir, a pesar de que para este punto habías sentido la suficiente confianza para hacerme llamadas telefónicas. De hecho las llamadas fue una de las pocas cosas que tuviste el valor de hacer desde tu propia iniciativa que me gustaba, pero con la que tuvimos inconvenientes, puesto que por lo opuestos que eran nuestros horarios, solo podíamos hacernos llamadas durante tardes horas de la noche hasta la madrugada. Cosa que nos obligaba a hablar en un tono tan bajo que a mi oído le costaba identificar los sonidos y a mi cerebro interpretar las palabras, lo que terminaba en una mala interpretación y complicaba nuestras conversaciones.
Recuerdo que empezaste a llamarme después de que te enviara el primer audio de WhatsApp explicándote algo que me resultaba muy extenso para escribir.
─ Me encanta el sonido de tu voz. Me habías testeado y yo me había toteado de la risa.
A la mayoría de las personas no les gusta mi tono de voz, dicen que es demasiado agudo y estridente. Tanto que desde hace mucho yo misma he sentido apatía hacia mi propia voz. Razón principal por la cual me negaba a enviar audios con frecuencia, pero insistías tanto en que te gustaba escucharme que algunas veces te enviaba audios tontos solo para complacerte. Hasta aquel mensaje.
─ ¿Puedo llamarte? Me muero por escuchar tu voz, siento como si la necesitara para dormir.
Fue extraño y lindo al mismo tiempo, me había negado a creer que realmente te gustase el sonido de mi voz hasta ese momento, y se sintió muy bien. Se sintió especial que algo que a todos les parece desagradable o molesto en algunos casos, a ti te pareciera tan preciado. Tal como lo hiciste cuando me confesaste que lo que más te gustaba de mi apariencia eran mis grandes y llamativos ojos. Me hiciste sentir preciada como persona también, y un poco más segura de mi misma.
Infortunadamente yo no tuve ese mismo efecto en ti, durante el retiro tuvimos un distanciamiento que asumí era por la distancia, a pesar de estar a pocos minutos de distancia. Y cuando este acabo, quedamos en ir a vernos una película, de hecho hicimos planes para reunirnos en casa para hablar y pasar tiempo juntos, además, habíamos planeado ir a vernos la película de la bella y la bestia que estrenaba ese mismo mes.
Pero ninguna de las dos cosas sucedió, por alguna razón que no quisiste darme sino hasta después no llegaste a casa, lo cual me molestó y entristeció. Y cuando quise hablar contigo al respecto me pediste que te diera tu espacio pues estabas deprimido y querías estar solo, pensar las cosas. Fue más o menos una semana más desde tu regreso en la que me mantuviste alejada de ti, una larga semana en la cual me hice un lio llenándome de preguntas, dudas y preocupación, semana en la que ni siquiera me miraste a la cara cuando pasabas cerca de casa. Entonces cuando decidiste hablarme de nuevo, me atacaste a preguntas, me exigiste que por favor me dijeras si sentía algo por ti, si me gustabas, si me parecías atractivo, si estaba enamorada de ti.