Capítulo 2
Era una niña y vivía con su tía que regentaba una pensión en el centro de Sevilla, en un barrio de calles coquetas, muy estrechas y antiguas. Ana se había quedado huérfana tras la muerte de sus padre y su tía se había hecho cargo de ella. La joven le ayudaba a limpiar las habitaciones y también se ocupaba de encargos menores.
—Ve a la habitación diecinueve y llévale al cliente esta almohada. —Le pidió una noche su tía.
—Sí, tita, ahora mismo—,respondió Ana con su alegría habitual .
Ana llamó a la puerta, esperó unos segundos y entonces se abrió, apareciendo un hombre moreno, de unos veintiséis años, muy alto, de ojos negros y piel blanca. Ana notó por sus rasgos que no era del sur. Él la hizo pasar y ella dejó en la cama lo que llevaba en su mano y lo miró. Fue solo un instante, pero algo se despertó en su corazón. Era muy joven para darse cuenta de que aquello era amor a primera vista.
—Vaya, si eres solo una niña, ¿cómo es que estás trabajando aquí? —preguntó él sorprendido.
—Solo ayudo a mi tía. Y usted, ¿trabaja o solo está de paso? —No me hables de usted, que me haces sentir un viejo —dijo con una risa burlona—. Soy arquitecto, he venido a construir un edificio.
—Vaya, eso es muy interesante —musitó algo cohibida por la presencia de aquel desconocido—. Bueno, me voy ya, buenas noches.
—Espera, ¿cómo te llamas?
—Me llamo Ana.
—Yo me llamo Antonio. Espero que nos veamos otro día — le dijo entornando aquellos ojos tan oscuros y penetrantes—. Buenas noches.
—Buenas noches.
La joven salió de la habitación. Flotaba como si la sostuviera una nube. «Qué hombre tan guapo», se decía a sí misma.
El destino estaba confabulando. Al día siguiente, volvieron a encontrarse en una calle, cerca de la pensión.
—Hola, Ana, ¿qué haces por aquí?—inquirió el, deseando que ella se parara hablar con el
—Estoy haciéndole un recado a mi tía.—
—¿Te apetece tomar un café o cualquier otra cosa?
—No, gracias. Tengo que volver a casa, si tardo mucho se enfadará.
—Bueno, como quieras, ya nos veremos entonces. Adiós, Ana.
—Adiós.
Él la vio alejarse, fijó en ella su mirada suave hasta perderse tras una esquina entre la gente. «¿Qué me pasa con esta chiquilla? —se repetía—. Si es solo una niña, ¿será posible que esté sintiendo algo más por ella?», pensaba mientras movía la cabeza, como si pudiera sacudirse esos pensamientos.
No pasaba un día sin verla, al ir o regresar del trabajo. El amor comenzaba a nacer dentro de él, pero su razón le decía que no debía dejar que esto sucediese, pues ella aún era muy joven y, además, su estancia en Sevilla era solo temporal.
Sin embargo, no podía evitar buscar mil excusas para verla de nuevo, pidiendo cualquier cosa con la esperanza de que fuese Ana quien viniese a traérsela. A veces, tenía suerte. Después de cinco meses, se atrevió a dar un paso respecto a ella, que posiblemente lo lamentaría, muy pronto.
—Deseo hablar contigo —pidió con un nudo en la boca delestómago. Entraron en la habitación. Él estaba nervioso, le costaba creer quelo que sentía por ella pudiera estar ocurriéndole. —Ana, no puedo luchar contra mis sentimientos. No vivo si no te veo. Estoy nervioso cuando estoy cerca de ti. Mi corazón se acelera cuando estás a mi lado. Me gustas, Ana, me gustas mucho.
Ana sintió vergüenza, pero respondió con su voz suave.
—A mí también me gusta usted.—susurró con la voz que apena salía de su garganta
—¿Qué edad tienes?
—Tengo dieciséis años.
Diez años más joven que él. Estaba loco por haberse enamorado de ella, pero su amor era más fuerte que la razón. Aquella noche perdió la cabeza. La besó, la acarició y vio su amor correspondido por las tímidas caricias de ella. Ana sintió algo bello y abrasador. La certeza de que él la quería la hizo morir en su abrazo. Siempre recordaría que aquella noche, él la trató con respeto y una inmensa ternura.
Capítulo 3
Una mano en su hombro la sobresaltó, haciendo que volviese con brusquedad a la realidad.
—¿Ha pensado usted en lo que le he dicho? —le preguntó el médico—. Tiene que darme una respuesta, el tiempo se agota.
—Aún no he decidido nada—espetó sin fuerza
—Recuerde que no es ella quien puede dar la respuesta. Piense cuántas vidas salvaría.
Ana se dio cuenta en aquel momento y comprendiendo, de, que fuese cual fuese su decisión, su niña no regresaría a su lado, la había perdido para siempre.
—De acuerdo, pero con una condición.
El doctor se quedó un poco asombrado.
—Dígame cuál es.
Ana no pensaba en lo que decía, ni sabía lo que pretendía, solo que sus palabras surgían desde un sentimiento desconocido, como si alguien ajeno y superior a ella se las estuviese dictando.