Con licencia para amar

Episodio 8: Padre e hija.

Rowan...

Detuve mi vehículo frente al colegio de mi bebé y esperé que el timbre anunciara su salida.

Al día siguiente era la inauguración del restaurante y quería pasar una noche diferente con mi hija, sabía que estos últimos días, había estado bastante ocupado y la había descuidado un poco.

Amaba ser el padre de Miranda.

Había pasado años soñando con ella, con sus ojitos, su carita, con nuestra relación. Deseaba que nosotros fuésemos la mitad de unidos que lo éramos mi padre y yo.

Siempre tuvimos un vínculo fuerte, supongo que fue porque ambos perdimos a la mujer que más amábamos el mismo día. Él solía decir: “A ella solo le llegó su hora, espero algún día verla de nuevo”.

Aunque, verlo con esa expresión triste no era fácil de soportar. Sin embargo, cuando veía a su nieta su cara cambiaba se volvía brillante y rebosaba en alegría.

Ahora él estaba en Francia, se había quedado de encargado de mi restaurante allá y contaba las horas para verlo de nuevo.

El timbre sonó y mi corazón saltó feliz.

Los minutos pasaron y salió mi pequeña buhita; pero, algo no estaba bien, no estaba sonriendo mostrando esos hoyuelos que tanto amaba, sus hombros estaban caídos como si cargara un enorme peso.

Bajé de la camioneta y corrí hasta ella.

Seguro era mi culpa, la había hecho a un lado estos días y me había perdido de algo.

—Mi buhita. —La abracé alzándola del suelo.

—Papi —susurró mi bebé colgándose en mi cuello.

—¿Estás bien? —La dejé en el suelo y la observé con detenimiento.

—Sí, algo cansada, pero bien.

—Te vi tan triste y me preocupé.

—Creí que venía a buscarme Rebevil —expresó mi pequeña y reí ante el apodo que le puso a Becca.

Cuando decía que Becca, no le agradaba, lo decía de verdad. Aunque, no lograba comprender por qué no le agradaba.

Ella era atenta y eficiente, creí que al ser mujer conectarían de inmediato. No podía estar más equivocado.

—Bueno, hoy no habrá Becca, ni escuela. —Agarré su bolso—. Esta noche tendremos tiempo de papá e hija.

La carita de Miranda se iluminó y sus hoyuelos aparecieron.

—¿Qué planeaste?, ¿cazar?, ¿pescar?, ¿acampar? —me empezó a interrogar.

Con cada pregunta sus ojitos se iluminaban más y mi corazón rebozaba en felicidad.

—Subamos a la camioneta y allí te cuento. —Tomé su manito y la llevé hasta nuestro nuevo vehículo.

—¿Y esto? —Miranda pasó la mano por la carrocería y sonreí.

—El otro era alquilado, este es nuestro.

Había comprado un vehículo que nos diera confort, que fuese elegante y que tuviese espacio para mis compras o viajes. Era algo de nosotros, cada cambio de estación, hacíamos algo diferente.

—¡Wow! —exclamó mi bebé—. ¿Lo podré manejar?

—Dentro de unos años.

—Así pierde el chiste —se quejó mi buhita.

—Vamos, tenemos un cronograma que cumplir. —Le abrí la puerta.

—Adoro los horarios. —Miranda saltó dentro del auto y se colocó el cinturón.

Sonreí, tomé su bolso y lo puse en la parte trasera del vehículo.

Mi hija no se parecía en nada a mí; físicamente, ni su forma de ser. Aunque, al menos, había heredado mis dotes culinarias.

—¿A dónde iremos? —indagó mi pequeña buhita a penas entré al auto.

—He rentado la terraza de un hotel, allí acamparemos, haremos la cena y veremos una película; todo con las estrellas de techo —le conté mi plan, mientras ponía el vehículo en marcha.

—¿Qué tenemos en el menú de hoy?

—Hablando de eso, debemos hacer una rápida parada en el supermercado.

—Papito, qué despistado eres. —Mi hija rio y fui el hombre más feliz.

Muchas personas sabían cuál era su propósito en la vida, y se planificaban para lograr ese sueño.

La mayoría de los que me rodeaban podían creer que mi sueño era ser un famoso y exitoso chef con varias estrellas Michelín en su haber, pero no. Mi sueño desde siempre fue ser padre y Miranda era mi sueño hecho realidad.

—Por cierto, hay otra cosa más —dije como no queriendo la cosa.

—Dilo —pidió mi chiquita entrecerrando los ojos.

—Nos quedaremos un par de días en el hotel, mientras hacen algunos arreglos en nuestra nueva casa.

Consideré que la noticia le caería de maravillas a mi buhita, pero no, pareció causar el efecto contrario.

—¿Entonces, ya es un hecho que nos quedamos en Canadá? —preguntó con un hilo de voz.

—Pensé que ese era el plan desde el principio.

—Supongo que esperaba que no te enamoraras de la ciudad.




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