Era uno de esos días en los que la tristeza hacía mucho más profundo el abismo de mi existencia. Estaba sentado en el huerto con una manzana en la mano, perdiéndome en su aroma, respirándola una y otra vez. Hay gente que dice que el sonido del mar le genera calma, otras personas gustan de oír música relajante, a mí solo me tranquilizaba el aroma de las manzanas.
Aún recuerdo la primera vez que olí una. La hermana Rita me había traído hasta aquí para enseñarme que podía reconocer las cosas por su textura o por su aroma. La verdad es que no lo creía posible, no me creía capaz de poder lograrlo; sin embargo, ella creyó en mí.
Las manzanas se convirtieron en el aroma del hogar, en uno de los pocos recuerdos felices de una infancia llena de dolor, en un perfume que asocié al cariño de una mujer que me quiso como una madre y me acogió entre sus besos y abrazos como si yo fuera lo más importante de su vida. El huerto era para mí el lugar donde hallaba paz cuando todo se tornaba complicado, cuando los miedos azotaban a mi alma ya demasiado torturada por la vida misma.
—¿Qué haces aquí, Mariano? ¿A qué hora llegaste? —preguntó Rita, mientras se acercaba. Al oír sus pasos y el sonido de su respiración, pude deducir su presencia incluso antes de que hablara.
—Vine a pensar un poco, a tomar fuerzas para el nuevo semestre —añadí.
—No sé qué es lo que te da miedo, Mariano. Llevas años enseñando en la universidad, todos conocen tus capacidades y, según me contó la señora Marina, que suele venir a la parroquia, todos los alumnos te aprecian y te respetan —comentó orgullosa con su voz cantarina.
—Más bien creo que me tienen miedo, Rita —negué.
—No digas eso, ¿quién podría tenerle miedo a un ser tan bello y lleno de luz como tú? —preguntó, acariciando mi cabello como si aún fuera el niño pequeño a quien mecía en su regazo en las noches de tormenta.
—Eso lo dices porque no conoces mi faceta de profesor —bromeé; ella era capaz de cambiarme el ánimo de inmediato.
—Bueno, pero que seas exigente es algo bueno. Los jóvenes de hoy necesitan un poco más de esa clase de docentes —añadió.
—Vamos a ver qué me depara este año, tengo varios cursos nuevos y tú sabes, hay de todo entre los alumnos. A algunos no les gusta que yo sea, bueno… que sea ciego, ya sabes —comenté, exteriorizando mi ansiedad, que era la misma siempre que iniciaba un nuevo periodo académico.
—¡Bahh! ¡Esas son tonterías! El único que nunca termina de aceptarse eres tú, Mariano. Pero ¿sabes? este será un buen semestre, ya lo verás. Algo nuevo te traerá la vida —añadió.
—Cada vez que inicia un periodo dices lo mismo, Rita. Ya no soy un niño, por más que tenga fe y crea en muchas de las cosas que he aprendido aquí, esa «magia» a la que tú llamas milagros, ya no existe para mí —añadí, sonriendo.
—Eso es lo que tú crees, todavía la vida te puede sorprender. Cuando tú llegaste a mi vida, yo no esperaba recibir tan bello milagro, sin embargo, aquí estás —dijo posando su mano sobre la mía; ella siempre había dicho que yo era su milagro más grande en esta vida.
—No todas las personas obtienen esos milagros, Rita, quizás a ti te fue más fácil porque eres religiosa y estás más cerca de Dios —bromeé, desenfadado.
—Todos estamos tan cerca de Dios como queramos estarlo, y yo confío en que pronto llegará el milagro que esperas —insistió.
—No volveré a ver, y eso era todo lo que anhelaba de niño —dije con tristeza—. Era el milagro que esperaba.
—No puedo creer que estés tan grande y sigas creyendo que solo se puede ver con los ojos, Mariano. Todavía te queda aprender que, así como puedes ver esa manzana que tienes en las manos por su bello aroma, también puedes ver la vida con tus otros sentidos. Pensé que te lo había enseñado —bufó algo enfadada, pero sabía que solo bromeaba—, solo espero que tus alumnos sean mejores aprendices —añadió.
—Es cierto, me enseñaste a reconocer el mundo con mis otros sentidos, pero eso sigue siendo diferente a poder ver —rebatí, a pesar de saber que mi punto de vista la incomodaba.
—Un día me darás la razón, Mariano, un día aprenderás que también puedes ver con el corazón, con la mente, con el alma…
—Ya, ya, Rita. Mejor vayamos a comer esa tarta tan deliciosa que preparaste hoy. Mi tren sale en unas horas y necesito recargar fuerzas para este nuevo semestre —dije, incorporándome.
La hermana Rita se aferró a mis brazos. Caminamos lento hasta la cocina del convento, los años ya le pasaban factura, pero aun así, su alma era joven y fresca, yo lo podía sentir. Quizás a eso se refería ella cuando me hablaba de ver con el corazón o con el alma: sentía que a ella la conocía tanto como si alguna vez la hubiera visto; después de todo, ella y esas manzanas con las que preparaba las mejores tartas eran mi único hogar en este mundo.