Me había trasladado a una nueva ciudad, a una nueva universidad. Sabía que huir no era la mejor forma de afrontar los problemas; de hecho, no era una buena forma de hacerlo, pero algunas veces es la única manera. La idea era respirar aire nuevo, fresco; hablar con personas para quienes sería un completo libro en blanco y que no construirían su imagen de mí sobre prejuicios o ideas preconcebidas, sino sobre lo que yo quisiera mostrar, sobre lo que quisiera ser hoy y no sobre lo que fui ayer.
Siempre me consideré un alma libre con ganas de volar alto y lejos, sin riendas, sin limitaciones de ningún tipo, con ganas de leer y escribir historias donde pudiera ser quien quisiera, donde pudiera llegar a donde hasta donde mis sueños me llevaran. Por eso, me había decidido a volar del nido; por eso, había elegido empezar de nuevo. Y ahí estaba, frente a mi nueva universidad, en una ciudad que distaba bastante de mi pueblo natal. Sentía la adrenalina correr por mi sangre, esa mezcla de ansiedad y temor que siempre me agradó y que se genera en mi interior cada vez que estoy por iniciar una nueva aventura. A la mayoría de la gente, el temor la paraliza, le genera angustia; a mí, por el contrario, me motiva, me da ganas de seguir, de probar mis límites, de vencerlos.
Fui hasta la administración para recoger los horarios de mis clases; tenía que equiparar algunas materias. Nadie dijo que mudarse de universidad fuera sencillo, pero tampoco era como que a mí me gustara lo fácil.
A primera hora tenía clase de Literatura Universal, interesante materia, aunque no sabía bien cuál sería el enfoque. Revisé el nombre del profesor y el número del salón al que debía asistir: Prof. Dr. Mariano Galván, Aula Magna.
¡Dios! no podía creer que en realidad fuera a tener una clase con el Dr. Mariano Galván. Había leído muchos de sus libros y realmente me habían encantado; no tenía idea de que el hombre enseñara en esta universidad, ni siquiera que viviera en esta ciudad. Pero definitivamente esto era una señal, mi día no podría haber arrancado de mejor manera.
Desafortunadamente, no conocía el inmenso campus. Me perdí por el camino, tomé la dirección equivocada y, cuando llegué a la clase, habían pasado diez minutos desde el inicio. Eso fue fatal porque no quería que el profesor se llevara una impresión equivocada de mí. Me planteé la opción de saltarme la clase e iniciarla otro día, pero la admiración que tenía por este hombre hizo que las ganas de participar de su clase fueran mucho mayores que el temor a que se enfadara. Me aproximé a la puerta y tomé una gran bocanada de aire para ingresar.
—Permiso, profesor. —Todos los alumnos me miraron con expresión de susto, era obvio que había interrumpido la clase.
—¿Qué desea? —respondió el hombre, sin voltear a verme. No era para nada como me lo imaginaba, e incluso me pregunté si no sería algún profesor suplente; era demasiado joven para ser el profesor en cuestión. Me lo imaginaba como a un hombre de sesenta y algo, con canas, bigotes, tiradores y anteojos gordos y redondos como la base de una botella—. Dije: ¿qué desea? —repitió el profesor en tono gélido, todavía sin mirarme.
—Soy… soy Ámbar Vargas y soy nueva en la universidad, siento llegar tarde, me he perdido —contesté. Sentía que la voz me temblaba porque el profesor era intimidante.
—La típica excusa —respondió sin prestarme atención—. Pase adelante, y espero que para la próxima ajuste mejor su GPS. —Me adelanté con premura, buscando algún asiento desocupado. Pude ver a algunos chicos sonreír en silencio mientras otros parecían estar asustados.
—Ven a sentarte aquí —susurró una chica mientras me señalaba un lugar libre a su lado.
El silencio absurdo en la gigantesca clase me ponía nerviosa. Fui hasta ella lo más rápido que pude.
El profesor retomó la clase, levantando la cabeza. Recién allí pude notar que traía gafas de sol. Hice un gran esfuerzo para no reírme de semejante ridiculez; por lo demás, se veía joven, fuerte y guapo. Iba vestido con un traje gris claro, una camisa blanca y una corbata azul; su piel era clara y su cabello rubio ceniza, aunque parecía un poco largo. Estaba perfectamente peinado hacia atrás. Era alto y se podían notar sus brazos fornidos bajo el saco gris que le quedaba exquisitamente elegante.
—¿Ese es el Profesor Doctor y no sé cuántos títulos más Mariano Galván? —Le susurré a mi compañera que asintió temerosa, llevándose un dedo a los labios para que hiciera silencio—. Pero ¿no es muy joven?
—Tiene solo veintinueve años, es terriblemente joven y guapo, pero es una eminencia. Dicen que es superdotado —mencionó mi compañera y no pude evitar malpensar aquello. Volví a atajar una carcajada que quiso escapar de mis labios.
—Ha de ser —murmuré, dejando escapar una risa que corté de inmediato. Mi compañera entendió mis segundas intenciones y también rio.
—¿Tiene algún comentario que hacernos, señorita Vargas? —preguntó el profesor con la vista fija en el centro del salón.
—Perdone, profesor —contesté, fingiendo arrepentimiento.
Decidí hacer silencio en lo que quedaba de la clase. Unos minutos después, recibí una nota de mi compañera de al lado.
«Me llamo Fátima; un gusto, Ámbar. Te recomiendo que llegues a tiempo y que mantengas silencio durante esta clase. El profesor es único, sus clases son fabulosas, pero es la persona más insoportable del planeta tierra, no admite ningún error, ninguna falla, no escucha razones y es bastante dictatorial. Lo que él dice es ley. Las reglas con él son claras, hay que atender su clase y cumplirlas o vas muerta».