Con los ojos del corazón

Capítulo 2

Desde muy pequeña, Esperanza supo que la moda era su pasión. Pasaba horas diseñando vestidos para sus muñecas, sacrificando medias en nombre de la creatividad. Su madre, Susan, lejos de reprenderla, la animaba a seguir sus sueños, convencida de que algún día sus diseños serían protagonistas de las mejores pasarelas del mundo.

Miró el reloj y frunció el ceño. Felicity nunca llegaba tarde, y ya habían pasado veinte minutos de las tres de la tarde. Sabía que su amiga detestaba los hospitales, el olor a desinfectante, los pasillos fríos, las batas blancas, pero jamás había dejado de visitarla.

Se removió en la cama, inquieta. Justo cuando pensaba en tomar su teléfono para llamarla, un alboroto en el pasillo la distrajo. Voces urgentes, pasos apresurados, un eco de desesperación flotando en el aire.

Esperanza se puso de pie con esfuerzo y salió al pasillo.

Una camilla avanzaba a toda prisa, empujada por dos enfermeros. Un médico los seguía de cerca, mientras una pareja caminaba tras ellos, aferrándose el uno al otro, con los rostros desencajados por el dolor.

—¡Hagan algo, por favor! —suplicó la mujer entre sollozos.

—Es nuestro hijo… ¡sálvenlo! —la voz del hombre sonó ronca y quebrada.

Esperanza sintió un nudo en el pecho. Había visto muchas escenas similares en ese hospital, pero algo en esta la dejó clavada en el suelo.

Justo antes de que la camilla desapareciera tras la puerta del área de cirugía, sus ojos se posaron en el chico inconsciente que yacía sobre ella. El cabello rojo revuelto, la piel pálida, rastros de sangre en su brazo.

El nombre que escuchó a continuación quedó grabado en su mente como una marca imborrable.

—¡Julián, aguanta, hijo! ¡Por favor, aguanta!

Esperanza no sabía quién era él. No conocía su historia ni la razón por la que estaba allí. Pero en lo más profundo de su ser, sintió que algo en su vida estaba a punto de cambiar.

—¡Esperanza!— La voz firme de Millie, la enfermera, la sacó de su ensimismamiento. —¿Qué haces aquí fuera de la cama?

Esperanza hizo una mueca y se encogió de hombros.

—Solo miraba, Millie.

—Mirando terminas desmayada. Vamos, tienes que descansar, jovencita.

Mientras la guiaba de vuelta a la habitación, Esperanza no pudo evitar preguntar:

—¿Qué le pasó a ese chico?

Millie suspiró con pesar antes de responder:

—Intentó quitarse la vida.

Esperanza sintió un nudo en el pecho. Su mente se llenó de preguntas, de pensamientos que la inquietaron más de lo que esperaba. ¿Por qué alguien haría algo así? Ella llevaba tanto tiempo aferrándose a la vida, temiendo que cada día fuera el último, luchando contra el reloj que marcaba su destino. Le aterraba la idea de irse y dejar atrás a las personas que amaba. Su padre, que se desvive por ella. Felicity, que llena sus días de risas y ocurrencias. Los amigos que había hecho en el hospital, con quienes compartía miedos y esperanzas.

Y, sin embargo, aquel chico había intentado rendirse.

—No te preocupes, los médicos van a salvarlo —añadió Millie con suavidad, dándole un apretón cariñoso en la mano antes de salir de la habitación.

Esperanza se dejó caer sobre la cama y suspiro. Quiso apartar aquellos pensamientos de su mente, pero la imagen de la camilla, del cuerpo inerte de ese tal Julián, se aferraba a su memoria.

Alargó la mano y tomó su cuaderno de dibujo. Pasó las hojas con suavidad, deteniéndose en los bocetos anteriores. Diseños atrevidos, vestidos con cortes arriesgados, combinaciones de telas y colores que parecían gritar que la vida debía vivirse sin miedo.

Tomó un lápiz y comenzó a trazar nuevas líneas. Diseñar era su refugio, su manera de escapar cuando la realidad la golpeaba con fuerza y ​​la hacía sentirse inútil. En su mundo de bocetos, aún tenía el control. Podía crear belleza en medio del caos, encontrar orden en lo incierto.

Pero esta vez, sin darse cuenta, sus trazos fueron distintos. Más oscuros. Más sobrios. Como si la historia de aquel desconocido se filtrara en su arte.

Se detuvo un momento y miró lo que había dibujado. Un abrigo largo, pesado, como un escudo contra el frío del mundo.

Y entonces, sin saber por qué, pensó en él.

En Julián.

Esperanza aún contemplaba su dibujo cuando la puerta de la habitación se abrió de golpe y una ráfaga de perfume dulce y energía desbordante entró con ella.

—¡Lo siento, lo siento, lo siento! —Felicity apareció, agitada, con el cabello revuelto y su abrigo colgando de un solo hombro—. El metro estaba infernal, un niño me pisó y una anciana intentó golpearme con su paraguas. ¡Fue una aventura!

Se inclinó y le dio un beso sonoro en la mejilla antes de dejarse caer en la silla junto a la cama. Sus ojos recorrieron la habitación hasta que se detuvieron en el cuaderno de Esperanza.

—¿Qué es esto? —preguntó, entornando los ojos con fingido dramatismo mientras tomaba el cuaderno y lo giraba hacia ella—. ¿Desde cuándo diseñas ropa para funerales? ¿Dónde están los colores chillones y las locuras que te hacen parecer una diseñadora incomprendida?




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