Esperanza tocó la puerta de la habitación de Julián con suavidad. Traía consigo su anotador y lápiz.
—¿Gruñón? —llamó en tono burlón.
Silencio.
Frunció el ceño y esperó un poco más. Tal vez estaba dormido. O tal vez simplemente la estaba ignorando, como solía hacer. Por un instante, pensó en darse la vuelta y marcharse. No quería molestar a alguien que claramente no quería compañía.
Pero entonces, algo en su interior le dijo que entrara.
Giró el pomo y se asomó. La habitación estaba en penumbra, como siempre. Pero esta vez, algo era diferente. La cama estaba vacía.
Esperanza sintió una punzada de inquietud. Sus ojos recorrieron la habitación, buscando alguna señal de él.
Entonces, escuchó un ruido sordo proveniente del baño. Un golpe, seguido de un murmullo ahogado.
Su pecho se tensó.
Dejó su anotador y su lápiz sobre la mesilla y se apresuró hacia la puerta entreabierta. Al entrar la escena que encontró la dejó sin aliento.
Julián estaba en el suelo, apoyado contra la pared de azulejos fríos, con una expresión de frustración y dolor en el rostro. Su respiración era agitada, y sus manos estaban extendidas sobre el suelo, dejando al descubierto sus muñecas vendadas. Al parecer habría intentado encontrar apoyo y no lo había conseguido.
Esperanza tardó unos segundos en procesar la imagen. Su corazón latía con fuerza.
—¿Julián? ¿Qué pasó?
Él tensó la mandíbula y apartó el rostro, pero no se movió.
—Nada. Solo disfrutando de la increíble hospitalidad de este maldito baño.
—Claro —respondió ella con sarcasmo, arrodillándose a su lado—. Porque estar en el suelo de un hospital es lo más higiénico del mundo.
Julián soltó una risa amarga.
—Déjalo, ya me las arreglaré solo.
Pero Esperanza no lo dejó. Extendió la mano y la colocó sobre su brazo con suavidad.
—Déjame ayudarte.
—No necesito ayuda.
—Sí, porque claramente estás muy cómodo ahí abajo.
Esperanza intentó levantarlo, pero cuando Julián movió la cabeza en su dirección sin mirarla realmente, algo hizo clic en su mente.
Se fijó en sus ojos azules. Estaban fijos en un punto indeterminado, como si miraran a través de ella. No pestañeaba demasiado, y su expresión…
Un escalofrío recorrió su espalda.
—Julián… —dijo en un susurro—. ¿Tú…?
Él apretó los labios, adivinando lo que estaba por preguntar.
—Sí —murmuró con amargura—. Estoy ciego.
Esperanza sintió un vuelco en el estómago. Todas las piezas encajaron de golpe: la forma en que nunca la miraba directamente, cómo parecía estar siempre a la defensiva, la desesperación silenciosa en su rostro.
—Yo… no lo sabía —susurró, sin saber qué más decir.
Julián dejó escapar un suspiro cansado.
—Es evidente que no eres una lumbrera. Felicidades, acabas de descubrir el gran secreto.
Esperanza lo miró por un momento antes de esbozar una sonrisa ladeada.
—Bueno, para ser sincera, el gran secreto se reveló cuando estabas esparcido en el suelo como un tapete.
Para su sorpresa, Julián soltó una risa seca.
—Siempre tan útil.
—Siempre tan testarudo.
Esperanza pasó un brazo por debajo del suyo y lo ayudó a incorporarse. Julián al principio parecía dudar, pero finalmente dejó que lo guiara hasta la cama.
—¿Cómo terminaste en el suelo? —preguntó Esperanza, mientras lo guiaba hacia la cama.
Julián soltó un suspiro exagerado mientras se dejaba guiar.
—Decidí que el suelo del baño era un lugar subestimado para la meditación y quise probarlo.
Esperanza arqueó una ceja.
—Claro, porque todos sabemos que los hospitales son famosos por sus pisos impecables y aromaterapia relajante.
—Exacto —asintió él con fingida seriedad—. Pero parece que mi técnica de aterrizaje necesita mejoras. Quizás debería tomar clases.
Esperanza negó con la cabeza y reprimió una sonrisa.
—O simplemente podrías pedir ayuda en lugar de convertir el baño en una pista de obstáculos.
—Y ¿perder la oportunidad de añadir dramatismo a mi existencia? Ni pensarlo.
Esperanza resopló y lo acomodó en la cama.
—Lo tuyo es puro talento para el desastre.
—Gracias, lo intento.
Esperanza asintió, comprendiendo más de lo que él creía.
—No es debilidad aceptar ayuda, Julián. Todos la necesitamos a veces.