Con los ojos del corazón

Capítulo 7

Julián sintió la brisa fría golpear su rostro en cuanto salió del hospital. No podía ver el sol filtrándose entre las nubes, pero lo imaginó, igual que imaginó a la gente caminando a su alrededor, viviendo sus vidas sin la sensación de estar atrapados en un mundo oscuro. Respiró hondo, tratando de sentirse libre, de convencerse de que esto era un nuevo comienzo. Pero no lo logró.

Un murmullo de pasos y voces lo envolvió por un instante antes de que su madre lo tomara suavemente del brazo para guiarlo hasta el coche. Como siempre, su contacto era medido, casi mecánico , como si llevara a un invitado, no a su propio hijo.

El chofer, un hombre de voz grave y modales impecables, les abrió la puerta trasera.

—Bienvenido de nuevo, joven Carter —dijo con la neutralidad de quien había repetido la misma frase cientos de veces.

Julián no respondió. Solo subió al coche y se acomodó en el asiento, sintiendo la suavidad del cuero contra sus dedos. Su madre entró detrás de él y el chofer cerró la puerta con un clic seco antes de tomar el volante.

El silencio dentro del vehículo era tan pesado como la ciudad que los rodeaba. Julián escuchó el motor arrancar y el coche se deslizó con suavidad por las calles. No podía ver Nueva York, pero podía imaginarla. El caos, las bocinas, la vida frenética que continuaba sin él. Bajó la ventanilla y dejó que el sonido del tráfico lo envolviera.

—Estuve averiguando, Julián —dijo su madre de repente, con su tono habitual de control—. Hay varias opciones para invidentes: perros guía, dispositivos tecnológicos que harán tu vida menos complicada. En Nueva York hay centros de asistencia para personas con discapacidad, como el Manhattan Center for Independence of the Disabled.

Su voz sonaba firme, como si tuviera una lista mental de soluciones que debía exponer antes de que él pudiera objetar.

Julián suspiró y asintió. Se pasó la mano por las muñecas y arrugó el ceño.

Sintió el cambio en el aire. Su madre se removió en su asiento. Sabía lo que ese gesto significaba.

—Hijo, solo quiero ayudarte… —su voz se quebró levemente. Se secó las lágrimas con la punta de los dedos índices antes de que su rostro traicionara su compostura.

Julián tragó saliva y giró el rostro en su dirección.

—Lo sé, y te lo agradezco. Solo te pido que me des tiempo.

Percibió la forma en que su madre respiraba más lento, como si intentara retomar el control.

Hubo un silencio incómodo antes de que ella soltara:

—Me han dicho que hiciste amistad con una muchacha en el hospital.

Julián sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Claro. Su madre jamás dejó cabos sueltos.

—Con Esp —respondió, deliberadamente corto. No quería hablar de su nueva amiga con ella. Siempre le encontraba defectos a sus amigos , y seguro que Esperanza no sería la excepción.

Recordó que la muchacha no había aparecido para despedirse, y aunque él mismo le había dicho que no era necesario, la verdad era que la esperaba. Odiaba admitirlo, pero su ausencia lo dejaba con un vacío incómodo, uno que intentó ignorar mientras el coche avanzaba.

El resto del trayecto fue silencioso, interrumpido solo por los pensamientos que lo asaltaban una y otra vez. Cuando el coche se detuvo frente a la casa, su madre suspiró, como si la conversación hubiera sido más agotadora de lo que esperaba.

—Deberías descansar —dijo finalmente—. La recuperación no solo es física, también es emocional.

Julián no respondió.

Su mente estaba en otra parte.

En Esperanza.

La casa olía exactamente como la recordaba. A limpio, a muebles de madera pulida, a una perfección fría que nunca había sentido suya. Sus pasos resonaron sobre el mármol del vestíbulo mientras su madre caminaba a su lado, todavía sin soltarle el brazo.

—Mientras encontramos a alguien más adecuado, Lyam estará a tu entera disposición —anunció su madre con su típico tono de decisión inquebrantable—. Cualquier cosa que necesites, él te ayudará.

Julián frunció los labios. "Encontrar a alguien más adecuado". Siempre buscando lo óptimo, lo ideal, como si su propia vida fuera un proyecto que necesitaba ser gestionado.

Sintió la palma firme de Lyam en su antebrazo, guiándolo con naturalidad.

—Vamos, muchacho —dijo el chofer con voz tranquila—. Es un poco tarde para discusiones. Te ayudaré a subir.

Su madre no se despidió. Simplemente se giró y desapareció escaleras arriba, como si diera por sentado que él la obedecería. Julián resopló y dejó que Lyam lo guiara por la escalera con paciencia.

—Parece que el hospital no te ha quitado lo terco —comentó Lyam con una pizca de humor en la voz.

—Tampoco lo hizo perderme la vista —respondió Julián con sarcasmo.

Lyam soltó un resoplido divertido y se detuvo en la puerta de su habitación.

—No has cambiado nada. ¿Cómo te sientes realmente?




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