La taza de humeante chocolate se detuvo a escasos centímetros de los labios de Romael, gracias a los bruscos golpes en la puerta de la entrada de su departamento. Cuando dichos golpes se repitieron, el joven de 19 años se puso de pie y se dirigió a abrir al inoportuno visitante de las nueve de la noche.
—¡O respetas mi derecho de expresarme libremente o me largo de esta casa! —gritó la joven, apuntando a Romael con un dedo inquisidor.
—¿Fátima?
—Eso fue lo que le dije a mi padre cuando me regañó por haberme pintado el cabello de lila —explicó la chica entrando y depositando una maleta en el suelo.
—¡Ah, por eso traes tu ropa: tu papá al fin te hecho de casa!
—Si, como no me deja tener el cabello morado, me vine a vivir contigo.
—¡Pero si de verdad te lo pintaste! ¡Qué valor! —le dijo el chico, a lo que la joven dio un giro con coquetería sobre sus talones, sacudiendo su cabellera ondulada y de un brillante lila.
—¿Verdad que se me ve bien? ¿Dónde puedo dejar mi maceta? —preguntó, señalando una extraña planta verde sobre una maceta redonda y negra, muy similar a una pecera, que traía bajo el brazo.
—¿Esa misteriosa planta? Déjala en la mesita de noche. Ven a la cocina, acabo de hacer chocolate.
—¡Qué bien!, la noche esta helando.
El departamento que Romael rentaba era pequeño, pero muy cómodo y bien equipado. El joven, quien vivía solo desde los quince años, había aprendido a dar ese toque hogareño que volvía agradable cualquier rincón.
Los ojos verde agua de la chica seguían con atención los movimientos de Romael, quien le servía la espesa bebida.
—No lo entiendo, Esotérica —le dijo a la chica, pasándole una simpática tacita blanca con flores amarillas dibujadas—. ¿Por qué te dio por pintarte el cabello de eso color?
—Porque este color sensibiliza mi ojo interno, y además se me ve lindo y combina con mis ojos —dijo pestañeando coquetamente—. Además, como mi mejor amigo, tú debes entenderme, Romy, si quiero mi cabello morado y no negro, tengo derecho, ¿no?
—Si fuera solo el cabello, no habría problema con tus padres, pero es el cabello, la forma de vestir, tus amuletos, las cosas raras de tu habitación y ese gusto por la hechicería que te cargas lo que los sacó de quicio, ¡Que valor el tuyo!
—¡Ay, Romael! La vida ya es muy gris y fea como para que todos seamos igual de grises y feos. Nadie tiene derecho a juzgarme por querer dar algo de color a mi vida, aunque sea en el cabello.
—Bueno, no te enojes. Mientras yo tenga casa, también la tendrás tú, Esotérica.
—¡Por eso te adoro, Romy! —dijo la chica, saltando a los brazos del joven—. ¿Qué te parece si mañana te traes a Grígori para que juntos veamos una peli o algo así?
—¿A Goro-goro? Lo siento, Fátima, pero eso no podrá ser. Mañana será mi día perfecto.
—¿Ah, sí? —preguntó la chica distraída, mientras sacaba algunos cuadros de imágenes extrañas de su maleta y las acomodaba en uno de los muebles de la casa—, ¿a qué te refieres con “día perfecto”?
—Tengo tres meses ahorrando, y por fin, hoy en la tarde, terminé de pagar el boleto para el concierto de mañana en la noche.
—¿Concierto?
—Sí, convencí a mi jefa para que me deje salir temprano y así poder ir a ver al gran Ken Trespalacios.
—Se me olvidaba que eras homo-fan de Ken, no sé cómo te puede gustar su música pop plástica barata.
—¡Hey, mejora tu actitud! ¡Recuerda que te acabo de aceptar en mi casa y aun puedo echarte de ella!
Con una enorme y falsa sonrisa la chica comenzó a aplaudir con entusiasmo.
—¡Me alegro tanto por ti, Romy! ¡Ojalá y Ken Trespalacios te escoja de entre el público, para follarte tras camerinos, como una de sus tantas perras! —dijo la chica.
—Mucho mejor. Recuerda que en esta casa somos adoradores del gran cantante Ken Trespalacios. Por él si me volvería gay.
Después de instalar a Fátima en la habitación desocupada de la casa, Romy se dispuso a dormir y soñar con su día perfecto, desgraciadamente su sueño fue tan perfecto, que el chico se resistió a despertarse, hasta que su amiga le habló, a las nueve en punto.
—Ya levántate, te hice el desayuno para tu día perfecto.
—¿Qué hora es? —preguntó el chico, mientras su ojos se acostumbraban poco a poco a la luz.
—Nueve.
—¡Nueve! —gritó el chico, brincando de la cama y sacando de su habitación a la joven, para poder vestirse apresuradamente.
—Oye, ¿qué ocurre?
—¡¿Qué que ocurre?! ¡Ocurre qué entro a las nueve a trabajar! ¡De aquí a que me cambie y llegue al museo ya se me hizo mega tarde!
—Entonces, ¿no desayunarás?
—¡No! —gritó el chico saliendo con su uniforme de guardia de seguridad y dirigiéndose a toda velocidad a la salida del departamento.
—Bueno, más para mí —dijo Fátima, regresando al comedor—. ¡Me saludas a Grígori! —Pero, el chico ya no la escuchó—. Pobre Romy, ojalá y llegue a tiempo.
…
—No puedo creer que me haya quedado dormido, hoy, en mi día perfecto —se quejaba Romael, mientras corría a toda velocidad hacia el museo de la ciudad, cuando, sin darse cuenta, su pie tropezó con una piedra suelta de la calle. Antes de poder darse cuenta de lo que ocurría, el chico ya se encontraba en el suelo, reteniendo las lágrimas y maldiciendo el ardiente dolor de sus piernas raspadas—. Para colmo de males, el uniforme que me acaban de dar se ha estropeado — se quejó al ver la inservible tela que antes cubría sus piernas, y que ahora estaba hecha girones y salpicada de sangre.
El chico se levantó y comenzó a caminar con gran esfuerzo, mientras sus quejas continuaban:
—Ahorré prácticamente setecientas ordilias —se decía, mientras subía las escaleras del museo—. No puedo dejar que algo me arruine este día, ni siquiera el llegar…
—¡Tarde! —le dijo la mujer parada en la entrada, quien mal disimulaba su alegría.
Editado: 10.04.2022