El reloj ya marcaba las seis menos diez, y la actividad en el pequeño pueblo de San Burián comenzaba a cesar. El frio era cruel y aumentaba al mismo ritmo que la oscuridad, donde gruesas murallas de nubes grises impedían que la gente pudiera apreciar las pocas estrellas que se había animado a salir.
Romael y sus tres amigos, caminaban sin un rumbo marcado, buscando entre los pequeños locales de la única calle pavimentada del pueblo, algo que llamara su atención y los invitara a buscar algo más que calidez.
Sin gastar palabras, el dedo enguantado de Fátima señaló uno de los locales: un lugar pequeño, sencillo y con cierto aire rustico, un bar llamado “El rodeo”.
Los cuatro chicos se miraron entre si y asintieron, para después dirigirse en el mismo silencio al interior de aquel bar.
Lo primero que sintieron al entrar al Rodeo, fue el calor, proveniente de la calefacción encendida, mismo que los invitó a quitarse los guantes y las bufandas. El lugar era pequeño y de techo bajo, la madera que componía las paredes y los techos proporcionaba una atmosfera oscura y algo pesada. El olor a tabaco, cerveza y desperdicio inundaba todo, pero no distaba mucho de otros bares, por lo que no molestó a nadie. Una barra del lado derecho era atendida por un cantinero cansado y deseoso de regresar a su hogar, junto a su familia, mientras que solo dos de las siete mesas esparcidas por el suelo estaban ocupadas por bebedores y comensales que eran atendidos por dos meseras, igual de cansadas para no desentonar con el ambiente general.
Un par de bocinas puestas en dos de las esquinas del techo dejaban sonar una canción country, tan vieja e insípida que era sencillo ignorarla.
Desanimados y contagiados de aquella atmósfera perezosa y pesimista, Romael y sus amigos ocuparon una mesa, cerca de la entrada, donde no tardó en acercarse una de las meseras, quien, con pluma y libreta en mano, soltó un suspiro, dispuesta a escuchar la orden los chicos, sin necesidad de darles menú o preguntar siquiera “que desean ordenar”.
—Una cerveza clara —pidió Fátima.
—Que sean dos.
—Tres.
—La mía oscura —pidió Fausto, rompiendo la armonía de aquella orden.
—Y ponga algo al centro —pidió Grígori—, no sé, cacahuates o algo…
Los cuatro chicos se negaban a hablar, al menos hasta que el pedido fuera entregado y así, evitar el ser interrumpidos por la mesera.
Cuando las cuatro cervezas y un plato de botanas se habían depositado sobre la mesa de madera, Romael soltó un largo suspiro, con agresividad berrinchuda, el chico tomó la botella que tenía delante y vació la mitad en su garganta de un solo trago, solo para terminar con un nuevo suspiro.
—Tiene profunda la garganta nuestro Romy —rio Fausto divertido, mientras bebía de su cerveza oscura.
—“Nuestro” Romy —repitió Fátima, dando énfasis—, es la mezcla perfecta de dulce niño inocente y albañil pervertido y grotesco.
—¿Que le costaba darme el archivo? —murmuró Romael entre dientes, mientras sus ojos se negaban a despegarse del plato botanero, su mano se aferraba a la botella de cristal que empezaba a escocerle a causa del frio que transmitía.
—Es hermana de Georgina Cornet, ¿qué podías esperar? —le argumentó Grígori mientras tomaba un puñado de cacahuates y se los echaba a la boca, para después darle un grueso trago a su cerveza.
—¡Dios debió haber estado muy distraído cuando hizo a ese par! —se quejó de nuevo Romy, terminando de vaciar su cerveza y levantando la botella al aire, para que alguna de las meseras la viera y llevara otra—, no creo que haya sido su intención hacer dos monstruos iguales.
—La pregunta aquí es, ¿qué vamos a hacer ahora? —dijo en tono suave Fátima, mientras posaba su mano sobre la de Romy—. A mí también tráeme otra —le pidió a la mesera que en ese momento dejaba la botella destapada frente Romy y tomaba la vacía.
—Trae otra ronda en general —pidió Grígori. Al oír aquello, Fausto apresuró su bebida, pues aun tenía media botella de cerveza.
—¿Y qué podemos hacer? —siseó Romy, bebiendo sin mesura de su cerveza.
—¡Brindar por los dolores de la vida! —sugirió Grígori, levantando su botella.
Tras una sonrisa triste, Romy levantó también la suya, seguido de Fátima y Fausto. Los cuatro chicos comenzaron a chocar sus botellas en el aire, para después vaciarlas.
Tras esa ronda de bebidas, siguió otra y luego otra más, para las diez de la noche, los jóvenes concordaron que no debían seguir gastando el poco dinero que llevaban, por lo que, Fátima, Romael, Grígori y Fausto se vieron en las desiertas calles de San Burián, donde solo los grillos y el viento se dejaban oír.
Los chicos comenzaron a levantar los cuellos de sus abrigos, a enredarse sus bufandas y colocarse sus guantes, el aire era seco y frio.
—Parece un pueblo fantasma —comentó Grígori, mientras el viento lo hacía tiritar.
—Al menos eso no ha cambiado desde que yo estuve aquí… —Romy siseaba al hablar, evidenciando su estado de ebriedad—, este pueblo se sigue durmiendo a las seis de la tarde. —Acto seguido a estas palabras, Romy comenzó a reírse como si hubiera contado el mejor de los chistes, solo para después mover su mano como si apretara algo, al darse cuenta que su diestra estaba vacía, el joven miró en todas direcciones, molesto y buscando algo—. ¿Quién agarró mi cerveza?
—Creo que debemos buscar donde dormir —sugirió Fátima, la cual aun estaba lúcida, a pesar del alcohol ingerido.
—¿Por qué no vamos a mi casa, la que era de mis padres? Así podrán ver mi habitación y jugaremos con mis juguetes y si lo deseo lo suficientemente fuerte, volveré a ser un niño, y mis padres estarán vivos y mi vida tendrá sentido de nuevo. —Los ojos de Romy se llenaron de lágrimas después de hablar, por lo que Fausto lo abrazó, dándole un poco de consuelo.
—No digas eso, bro, tu vida no es mala.
Editado: 10.04.2022