Samanta Clay entró a su departamento, en el que vivía sola, con su gato. Le dio de comer y lo acarició varias veces, sintiéndose con algo de culpa por dejarlo tanto tiempo solo. Tenía la cabeza en otro tiempo y lugar y eso no mejoraría hasta tener un trabajo que le permitiera ordenar su vida. Hacía un año largo que había finalizado su carrera como analista, especializada en estrategias de comunicación a nivel parlamentario y no era algo que le hubiese abierto demasiadas puertas en el campo laboral. También hacía muchísimo que se había separado de su último novio y no había tenido la posibilidad de entablar una relación ni siquiera informal con nadie. Algunas de sus amigas estaban preocupadas. «el día que tengas más de dos gatos y comiences a adoptar compulsivamente, será cuando te despidas de cualquier vestigio de tener una vida en pareja» le decía Roxy cada vez que le confirmaba que no tenía a nadie, ni siquiera en vista. «No estoy ni siquiera preocupada porque aparezca alguien pronto» respondía ella «puedo ser graciosa, bonita y hasta dulce, pero no puedo conmigo misma estando desempleada». Y la verdad es que su padre la había dejado suficiente dinero para no tener que preocuparse durante unos cuantos años, pero si algo le había enseñado ese hombre al que extrañaba horrores, era a no depender de nada, ni de nadie. Y por eso le urgía trabajar. Y de ser posible en lo suyo, porque tampoco era que tenía intenciones de terminar como camarera en Dennys.
Encendió su laptop y comenzó a revisar las alertas de búsqueda con ofertas laborales, pero no encontró nada que le interese. Ni siquiera en Dennys. Apoyó su cabeza en la mesa, entre sus brazos. Su gato comenzó a pasearse por encima de ella y a enredarse en su cabello, largo y enrulado. No tenía ánimos ni para quitárselo de encima aunque la fuera a dejar calva. De pronto, el celular sobre la mesa comenzó a vibrar. Su depresión podía esperar para llegar a su apogeo. En el display reconoció el número de su tía Edith, la hermana de su padre a quien a veces le costaba ver a la cara sin largar alguna lágrima, Su parecido era abrumador.
«¿Sami? Hola, hija, ¿cómo estás?» sonó en el auricular, con un timbre de voz no tan alegre como de costumbre.
—¡Hola, tía Edith! ¡Qué bueno es escucharte! ¡No dejo de sentirme sola cada vez que llego a casa!
«Chiquita, sabes que puedes contar conmigo siempre. Deberías llamarme un rato, aunque sea, todos los días.»
—Lo sé, tía, pero no quiero abusar. Además, me encantaría contarte algo bueno para variar, pero aún no consigo trabajo en mi especialidad. Y no me gusta la idea de desahogarme nada más, cada vez que hablamos.
«Por eso mismo te llamaba, Sami. Tengo algo que va a interesarte, un empleo. Un amigo que tenía tu tío antes de morir me preguntó si conocía a alguien que pudiese recomendar para que lo asista. No sé a qué se dedica, pero me recalcó que debía ser alguien de mucha confianza, y muy capacitada. Entonces pensé en ti.»
Su tío Mark había fallecido al poco tiempo que lo hiciera su padre. La familia se quedaba sin patriarcas. Y si bien ella no tenía un trato muy estrecho con Mark, le dolió mucho más su partida por la proximidad con la de su querido papá. Además, sabía lo pegotes que eran con su esposa, y no tenía dudas de que para la mujer fue una enorme pérdida. Por eso también se sentía algo culpable al no llamarla más a menudo.
—¡Qué lindo que te hayas acordado de mí! ¿Qué datos tienes de este hombre? Espera que anoto… ¿A qué se dedica?
«No lo sé, Sami, pero ve a verlo cuando puedas. Seguramente sea una buena oportunidad. Ahora tengo que cortar... solo quería decirte que te quiero mucho… y pedirte que te cuides. Te enviaré su contacto por mensaje cuando corte.»
—Gracias, Tía, yo también. Pero… suenas un poco rara, ¿te pasa algo? ¿Quieres que vaya a verte?
«¡No! No vengas… no ahora, estoy bien, pero no tengo ganas de ordenar, tengo la casa echa un desastre y ya sabes que si alguien me ve en este estado, aunque seas tú, no estoy ni cómoda ni tranquila.»
—Está bien… pero insisto… aunque sea voy a comprarte algo en el súper, ¿no necesitas nada?
«No, de verdad. Solamente… cuídate. Adiós.»
Samanta se quedó con el celular en el oído hasta que escuchó que llegaba un mensaje. En el decía solo “Max” y un número de teléfono. De verdad sonaba rara Edith. La semana siguiente iría a verla, quizas con buenas noticias. Ahora, sin perder más tiempo y agradeciendo que hubieran hecho efecto sus plegarias ¡o debía decir "lamentos?, marcó el número de Max.