El anciano comenzó a hablarle al hombre en el banco de la plaza con total naturalidad. Nadie hubiese sospechado de él, de su real naturaleza u objetivos. Solo se trataba de un dulce abuelo, de esos que no tienen con quien hablar y no pierden la ocasión, a riesgo de parecer pesados.
—Admiro la expresión de su rostro, señor.
—¿Perdón? No lo escuché.
—Disculpe, no pretendía asustarlo.
—Admiraba su expresión de felicidad, mi amigo. Como disfrutaba de su… ¿Familia?
Conciencia Negra señaló con el dedo de la mano que apoyaba sobre un cuidado pero modesto bastón.
—Si, la pequeña es mi hija, Marisol. Tiene siete años, y es mi vida.
—Qué curioso, lo dice como si antes de que ella naciera no hubiese tenido una. Una vida, digo.
—Era muy distinto. Tal vez hasta entonces uno tiene otra clase de afectos: fraternales, amistosos, amorosos… Pero cuando ella nació, siento que se llevó una parte entera de mi ser, tal vez la mejor…
—Ah, allí está otra vez… la expresión de felicidad.
—Oiga, no se burle. Me recuerda a cuando me divierto a costa de mi mujer porque llora en las películas románticas.
—No, si no me burlo, lo admiro de verdad, hombre. Puede considerarse realmente afortunado. Se ve muy linda y sana la niña. ¿Lo es?
—Sí, por suerte.
—Por eso lo decía; a mi edad he presenciado verdaderas tragedias familiares. Hijos con enfermedades penosas, o malformaciones. —Carlos apartó la vista de su hija—. Sin ir más lejos, la semana pasada estuve con un hombre de su edad, supongo. ¿Cuántos años acusa caballero?
—Treinta y nueve.
—Bien, este muchacho no tenía más de treinta y cinco, y miraba a su hija, de unos dos o tres años mayor que la suya, con el mismo amor, con la salvedad de que ella reposaba en una silla de ruedas por tener alguna clase de parálisis en la mitad de su cuerpo, y atrofias propias de la falta de uso de algunos miembros. ¿Me creería si le digo que ese hombre aparentaba diez o quince años más que usted?
Carlos se mordió el labio inferior. Se imaginaba en detalle a su hija en silla de ruedas.
—Y no dudo de que él quiera a su hija de la misma manera que usted. Uno quiere a sus hijos, no importa como sean… o en qué se transformen.
—No lo entiendo.
—No hablamos solo de problemas de salud, caballero. Ladrones, prostitutas, drogadictos… todos son hijos de alguien, y no necesariamente con los mismos hábitos. He tenido amigos excelentes como padres con estos problemas, o quizás peores.
—Oiga, que muchas de esas cuestiones sí son evitables. Estoy seguro de que con un buen diálogo…
—Por supuesto, pero… ¿Podría darme la certeza de que esa es la solución? ¿Podría evitar usted que su pequeña se transforme en una joven o mujer con problemas nada más con hablarlo?
—Pues no, creo que no. Confío en que Dios no me dará ese disgusto.
—¿Pretende usted decirme que la gente cuyos hijos han caído en esa desgracia está fuera del alcance de Dios?
—No… no quise…
—Mire a su hija una vez más, señor Morales, ¿le confiaría su vida entera a Dios, o le parece que está completamente segura bajo su tutela? Si un auto la atropella o un lunático decide destazarla en trozos muy pequeños… o simplemente abusar de ella, ¿estará allí siempre que lo necesite? ¿Lo pensó antes de concebirla?
Carlos se sintió mareado, viendo distintas imágenes que representaban con fidelidad lo que el anciano le hacía ver como posibilidad. Había mucha sangre, violencia y gritos en ellas. Entrecerró los ojos y la imagen de su hija en la hamaca se fue desdibujando. Cuando los cerró del todo y volvió a abrirlos, ella ya no estaba. Escuchó un susurro.
—¿Perdón?
—Admiraba su expresión al contemplar a su... ¿Esposa?
—Sí, es mi esposa, Sol. Ella… es mi vida.
Carlos quedó sentado solo en la plaza, mirando a las hamacas que se mecían solas por el viento. Una lágrima surgió de repente y lo hizo estallar en llanto. Más tarde, ese mismo día, su psiquiatra le diría que era parte de una angustia que traía acumulada, por no haber podido cumplir hasta ese momento, el anhelo de haber formado una familia.
Misión cumplida.