El domingo por la mañana la catedral de la Señora Misericordiosa, una de las más grandes y vistosas desde su arquitectura en la ciudad, era un punto obligado de paseo. Muchos fieles ingresaban a la misa, pero otros simplemente iban a disfrutar de los puntos comerciales que rodeaban la plaza, o de los juegos infantiles emplazados allí. El césped llegaba casi al pie de una gran escalera que daba paso al templo. Allí se emplazaban algunos puestos de vendedores de estampas religiosas y también de golosinas caseras, como manzanas acarameladas o palomitas de maíz.
Max y Sam estaban en medio de esa muchedumbre, pero con su atención puesta en la escalera. Al menos ella, porque su jefe permanecía Max junto a uno de los puestos de palomitas, como si no le interesara nada más en la escena. Samanta se acercó algo molesta.
—¿Hay algo que tenga que saber antes de contar los escalones por enésima vez yo sola?
—Sí. Ya encontré el que falta.
—No estoy de humor. Que nos manden a averiguar cómo pudo desaparecer a la vista de todos un escalón de concreto de un edificio antiguo no me hace sentir muy profesional. Y que me tomes el pelo no ayuda. ¿Acaso te hubieses dado cuenta alguna vez de que faltaba, de no ser por la foto que vimos antes?
—Fue él. —dijo señalando a un mendigo con bastón, sentado en uno de los escalones inferiores.
—Muy bien —respondió Sam, falsamente resuelta—, iré a buscar a la policía para que lo arresten de inmediato. ¿El escalón está en uno de sus bolsillos?
—No, creo que no cabría o le resultaría muy difícil de llevar (Samanta suspira). En cambio, lo lleva en su boca.
—Estoy comenzando a creer que te drogas con algo muy potente todas las mañanas.
—No todas. Hoy son las palomitas con coco y miel las que me hace ver las cosas con mayor claridad. —Extendió su mano y despegó una foto adosada a una de las ventanillas del carrito—. ¿Ves quién está ahí?
—Samanta observó al mendigo en la escalera, sentado casi en la misma posición, sonriendo ampliamente y mostrando solo tres dientes en su boca.
Max miró en su dirección y levantó el paquete del que hacía rato estaba comiendo.
—Amigo, ¿quieres un poco de palomitas? Yo invito.
El mendigo abrió la boca y sonrió como en la foto. Le faltaban dos dientes ahora. Samanta abrió la boca también, sorprendida.
—Me temo que tú no tienes cupo para cambiar dientes por escalones. Vas a tener que dedicarte a otra cosa. Vamos.
Max tiró la bolsita con los restos al cesto y comenzó a marcharse. Samanta intentó seguirlo, pero sin mostrar real voluntad de dejar el lugar.
—No deja de resultarme increíble que ese hombre haya recuperado un diente de la nada, pero ¿por qué tendría que tener eso que ver con el escalón que falta en la escalera del templo?
—¿Y quién dijo que falta en realidad? Landers habló de “alteración de percepciones”. Creo que estamos viendo cosas que no son reales, Pueden estar vibrando a frecuencias a las que no estamos acostumbrados.
—Me dejas más tranquila. Ahora lo veo todo mucho más claramente. Odio todo esto, ¿te lo había dicho alguna vez?
—Odias lo que no tenga una explicación que puedas digerir. Es normal, no te preocupes. Se le llama “disonancia cognitiva”.
—También odio ese aire de superioridad intelectual que expones en tus explicaciones a medio terminar y no es porque no las entienda. En definitiva, ¿Qué tenemos que hacer ahora?
—Dormir. Odio madrugar y más para contar escalones. Necesitaremos más pruebas de todo esto para evaluar el área afectada. Y qué mejor que enfrentar los hechos con la cabeza despejada.
—Muy bien, ya tienes tu siesta por delante, ¿y yo qué hago? No quiero una mañana libre sin poder planificarla.
—Te invitaría a compartir mi siesta, pero no recuperaría el sueño pretendido.
Sam no tomó esa propuesta como algo romántico, no habían vuelto a tener un momento amoroso desde el beso volviendo de la mansión Berardi y había pasado un buen tiempo desde aquel momento. Tuvo intenciones de seguirle la broma, para saber hasta donde llegaría, pero los interrumpió el sonido del celular. Max lo extrajo de su bolsillo y comprueba que no tiene un número asociado.
Dice:
“BUEN TRABAJO. NINGÚN ESCALÓN QUE FALTE FRENARÁ TU SUBIDA, MAX. A MENOS QUÉ…”
Una explosión sonó muy cerca de allí. Max y Samanta se miraron y salieron corriendo hacia el lugar, un local de comidas que ahora tenía el frente destrozado y echando humo.
— ¿Qué pasó?—preguntó Sam a un hombre que salía tosiendo, cubierto de hollín y restos de comida.
—Explotó un horno. Salieron todos menos Melissa. Ella estaba delante, abriendo la tapa en ese momento.
Max entró al local, esquivando a la gente y evitando tropezar con algunos restos de mampostería provocados por la explosión. Cuando llegó vio una chica en el suelo, con el torso apoyado contra la pared, inmóvil. Se trataba de Bárbara Dahl, a la que Max recordó del video de la tarjeta que le dejara Landers.
—¿Bárbara?
—Max colocó una mano sobre su hombro. Tenía el rostro y el resto del cuerpo lleno de esquirlas. Bárbara abrió sus ojos, los tenía desorbitados, inyectados en sangre.