Es un recuerdo único. Jamás lo olvidaré. Fue realmente especial.
El día de mi cumpleaños me sentía un poco sensible. Mis sentimientos, entre nervios y entusiasmo, colmaban mi recién comenzada mañana, al sonar de una guitarra tocando una hermosa pieza musical: “Estas son las mañanitas que cantaba el rey David”. Era la melodía favorita de mi padre para eventos especiales, como lo eran para él los 15 años de sus princesas.
Todo iba perfecto. Desperté alegre, aunque algo nerviosa. El desayuno especial estaba sobre la mesa, listo y perfecto, como solo mi madre sabía hacerlo. El ambiente se iluminaba de un amarillo casi mágico, que entraba por los ventanales y se reflejaba en los árboles de ese hermoso otoño.
Al llegar la hora del almuerzo, los nervios colmaron el momento por un simple comentario de mi padre. Si tengo que ser honesta, no fue gran cosa… solo pregunté si había algo diferente para comer, y él respondió con voz grave:
—Si no te gusta, no comas.
Recuerdo la situación como si fuera ayer. Al escuchar ese comentario, salí llorando a mi habitación. Esa simple actitud mía hizo que mi madre y mi hermana salieran corriendo detrás de mí para ver qué me pasaba.
Al llegar a mi cuarto, me encontraron sentada, llorando en la cama. Milena se acercó despacio y me abrazó:
—Flaqui, no te hagas drama. Sabes cómo es el viejo. Quédate tranquila —me decía, intentando calmarme.
—Hija, no le hagas tanto caso. Sabemos cómo es tu padre —continuó mi madre, mientras me abrazaba.
Secaron mis lágrimas y me ayudaron a levantarme para volver a la mesa. El mediodía pasó como una brisa suave, silencioso y veloz, dándole paso a una cálida tarde de otoño.
El golpeteo en la puerta, me trajo a mi amiga Rocío, de estatura mediana, ojos sombríos y tristes como una noche de invierno. Su cabello oscuro caía hasta la cintura, su piel morocha y su alegría eran algo especial, considerando la vida que llevaba. Llegó en su bicicleta, vestida con un pantalón gris de gimnasia y una remera blanca con flores rosas.
—Te recomiendo que vayas cómoda —me dijo, con esa picardía tan suya, sin darme tiempo a saludar.
Cumplía 15 años, no quedaba más que sonreír y seguirla. Me recogí el pelo en una media cola, me puse un pantalón azul de gimnasia y una musculosa blanca. Estaba lista para mi “festejo”.
Subí al portaequipaje de su bicicleta, y me llevó hasta el suburbio donde nos esperaban todas ellas, en la esquina de ese barrio de pasillos angostos y de un brillante color amarillo. En el centro, un playón de piso de tierra que parecía sonreír, rodeado de sauces que bailaban con la brisa de otoño.
No alcancé a bajar que mi cuerpo —y mi cabello— quedaron cubiertos de amarillo, ocre, rojo y blanco: mayonesa, huevo, harina… todos los aderezos formaban una pasta difícil de sacar. Unos minutos después, una manguera lo terminó todo, y el barro hizo lo suyo: estábamos irreconocibles.
Nos bañamos en la terraza, porque no querían dejarnos entrar así: sucias, embarradas. Decían que si usábamos la ducha, íbamos a arruinar las cañerías.
Fue realmente hermoso. Nunca olvidaré ese momento.
Más tarde, ya limpias, nos sentamos alrededor de una pequeña mesa en la terraza, con salamines, pan, gaseosa y una picada. Levantamos los vasos y brindamos por mis hermosos 15 años.
Al caer la noche, como siempre, nos reunimos con los chicos del barrio.
¡Fue ahí! Ese día lo conocí. Caminaba hacia mí como la entidad más bella que jamás hubiera visto. Sentí que el mundo se detenía entre nosotros. Todo parecía congelado. No quedaba nadie: solo él y yo.
Se acercaba lentamente, con un andar melancólico y sereno. Se presentó como un caballero. Tomó mi rostro con sus manos, me dio un beso y sonrió:
—Soy Luciano. Buenas noches… y feliz cumpleaños.
No podía creer lo que veía. Era belleza pura. El príncipe de carne y hueso. Ese que todas esperan. Mi corazón se detuvo… y luego comenzó a galopar, desesperado. No entendía qué pasaba. Me asusté. La timidez apareció.
No sé si Antonella notó mi cambio, o si simplemente me conocía tanto, que adivinó mis pensamientos.
—Te recomiendo que ni lo mires —dijo en voz baja—. Está muy lindo, pero tiene dueña. Está superenamorado de ella. No creo que mire a nadie más.
—No, no lo miraba… solo que no lo conocía. ¿Vive por acá? —respondí, intentando sonar casual.
—No. Es de otro barrio. Pero tiene un primo que vive acá, y otro más a media cuadra —dijo Antonella, disipando mi duda.
—Con razón no lo había visto hasta hoy —susurré, todavía sorprendida por semejante aparición.
Me hice la distraída, pero no podía dejar de mirarlo. Había algo en su forma de ser, algo distinto a los demás. Un brillo en los ojos que me desarmaba. No podía evitarlo: mis ojos lo buscaban. Y cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí que el mundo se detenía una vez más.
Llegó la hora de irse. Nos sacamos la última foto del día, y volvimos a casa.
Al llegar, no podía quitármelo de la mente. Sentía que aún estaba ahí, en mi habitación.
—¿Qué te pasa? —preguntó mi hermana, interrumpiendo mis pensamientos.
—Nada —respondí, casi indiferente.
—Viste qué lindo que es Luciano. ¿Cómo quedaría conmigo? Me gusta. Está buenísimo ese vago —dijo Milena, riendo.
—Sí, es lindo… pero está de novio —repliqué, intentando terminar la charla.
—Sí, ya lo sé. Pero… todo puede ser, ¿o no?
—Supongo. No sé… Bueno, me voy a dormir. Hasta mañana —cerré el tema.
—Hasta mañana —respondió Milena, como cantando.
Aquella noche no pude dejar de pensar en él. En sus ojos. En su voz. No le comenté nada a mi hermana. Me pareció en vano. Pensé: ¿Qué me va a mirar a mí? Tal vez a ella… Simplemente cerré los ojos… Y me dormí.