Al llegar al salón, todos me estaban esperando. Las mesas, perfectamente alineadas a los costados, formaban un pasillo central impecable. Cada una estaba decorada con manteles blancos que conducían hacia el fondo, donde una mesa especial resplandecía con vajilla delicada y copas de fino cristal que reflejaban la luz, como si cada centímetro del salón celebrara mi presencia.
Las paredes vestían globos rosas y blancos que parecían saludarme como si supieran que esa noche era solo mía. Estaba tan emocionada y nerviosa que olvidé, por completo, algo que días atrás me había hecho palpitar el corazón: no recordé a Luciano. Y sí, él estaba ahí… pero mi entusiasmo me hizo ignorarlo.
Mis ojos se desviaron hacia otra persona, también muy especial. De porte delicado, piel morena, sonrisa de ángel… Marcos. Me gustaba, pero no más que eso. Decidí por él, simplemente por evitar dolores y desilusiones. A veces uno elige lo simple, lo seguro. O lo cree.
Y entonces… llegó el momento más esperado: el vals.
Mi padre, nervioso, me tomó de la mano. Horas antes me había enseñado a bailarlo. Fue dulce, emotivo, familiar. Pero cuando terminó…
Unas manos suaves y firmes tomaron las mías.
Alcé la vista. Luciano.
Con un gesto dulce, inclinó ligeramente su cuerpo, como haciendo una reverencia.
—¿Podría concederme esta pieza? —dijo, y su voz parecía música.
Lo miré, absorta. Tan dulce, tan caballero. Sentí de nuevo que todo mi cuerpo se detenía. El corazón golpeaba mi pecho como si quisiera escapar. Sonreí. Asentí. Y acepté su invitación.
Al bailar con él, el mundo se hacía pequeño. Sentía que los dioses me habían concedido un milagro. Sus ojos brillaban como estrellas en movimiento. Y yo… yo flotaba entre astros que solo giraban a nuestro alrededor.