conclusiones ,secretos

La gran noche – Parte III

La noche terminó. La llovizna no cesaba.

El auto que debía llevarme a casa ya se había marchado. Nuestros amigos se habían quedado ayudando a limpiar el salón, pero aún quedaba un largo camino de regreso. No tenía otra ropa: solo ese vestido blanco que ahora sentía parte de mí.

Al salir, el agua cubría las calles. El lodo aparecía y la lluvia se hacía más tupida. Me quedé observando a través de la puerta, en silencio: “¿Cómo voy a caminar así? Encima con vestido blanco…”

Entonces, unas manos tiernas rodearon mi cintura. Me giré, algo sorprendida. Era Luciano.

—Te ves hermosa —susurró, mirándome directo a los ojos.

Me quedé sin palabras. Sus ojos resplandecían. No sabía qué decirle. Luciano sonrió. Me tomó en sus brazos, como si fuera una princesa.

—Te llevaría hasta la luna si fuera posible —me dijo, al oído, como un suspiro.

Solo atiné a decir:

—Gracias…

—De nada —respondió con dulzura, sin dejar de sonreír.

Durante gran parte del camino, me llevaba en sus brazos para cruzar los charcos. Luego me bajaba con tanto cuidado, como si sostuviera una piedra preciosa. Al llegar a casa, me sonrió. Me apoyó en la vereda, aún mojada.

—Dulces sueños, hermosa. Te soñaré como la flor más bella e inalcanzable —dijo, mientras rozaba levemente mi cintura. Luego se fue, dejándome con el alma en vilo.

No pude ni decir gracias. Se alejó… como se va una estrella al llegar el amanecer.

La magia desapareció. Comenzó otro día.

Me desperté recordando cada instante. ¡Qué hermosa noche! Como un cuento de hadas. Solo eso: un cuento imposible.

Entonces lo recordé: Luciano tenía dueña.

Reí y me reincorporé a mi presente. Mi nuevo día.

—En un rato vamos al barrio —gritó Milena.

—¡Ok, dale! —respondí alegre.

Pasaron las horas y a las cuatro de la tarde partimos como siempre. <<Otra vez de nuevo. Qué felicidad… lo vería. ¡Otra vez!>>

Al llegar, subimos las escaleras a casa de Elizabeth —la amiga de Milena y hermana mayor de Antonella. Mate de por medio, charlamos sobre la fiesta anterior. Todo era alegría.

—¡Vamos al kiosco! —invitó Antonella.

—¡Dale! De paso compro vicio —repliqué entusiasmada.

Al bajar las escaleras, Marcos me esperaba, apoyado en la casilla del gas. Parecía nervioso.

—¿Podemos hablar? —dijo con timidez.

—Sí, claro —respondí, dudosa.

—Mira... —empezó, casi tartamudeando— me gustas mucho… Va, no sé… ¿Te parece si salimos?

Lo miré con ternura, en silencio. Solo lo observaba.

—Ya sé que me vas a decir que no, que soy feo… —dijo, respondiéndose solo.

—Todavía no dije nada —reí.

—No te burles… ¿Qué decís? Sé suavecita, por favor —pidió, con dulzura.

Le sonreí.

—Sí —respondí, entre alegría y ternura.

—¿En serio? ¿No estás mintiendo? —se sorprendió.

—No, no miento —contesté, riendo clara.

Tímidamente, me dio un beso. Luego salió corriendo, saltando por todo el barrio.

—¡No lo creo! ¡Vos, tan linda… vos! —decía, sorprendido.

—Vos también sos lindo y tierno —contesté, algo sonrojada.

Caminamos por esos pasillos coloridos del barrio, entre columnas y ventanas que bailaban con el aire de otoño. El sol tenue nos acariciaba.

Al llegar al kiosco, oímos unas risas. En el último piso, abrazado a su gran amor, estaba Luciano. Sonriente. Luminoso. Lo miré. Él me miró.

Y en esa mirada, una tristeza mutua nos cruzó.

Ella, su novia, advirtió lo que pasaba. Y en sus ojos apareció el odio. Solo bajé la cabeza y seguí. Antonella me hablaba, pero no escuchaba. Mi mundo había vuelto a caer.

Marcos también lo notó. No dijo nada. Solo me abrazó. Seguimos caminando en silencio. Pude sentir su dolor.

Pasaron días. Pasaron semanas. Nada más de Luciano para mí. Pero yo… Yo aún lo sentía cerca. Muy cerca.

Jamás pronuncié su nombre. Jamás pregunté por él.

Nadie sabía de mi amor. Nadie. Solo yo.




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