El fin de semana fuimos a una fiesta de la escuela donde cursaban tanto mi hermana como Daniel. Al llegar a aquellas enormes puertas de madera antigua, no quería entrar. Pero luego de unos segundos, subí las rectas escaleras que me llevaban hacia unas puertas muy amplias que parecían estar invitándome a ingresar a aquel salón cubierto de antiguas pinturas y pisos de ensueño, que parecían imitar cada paso de los bailarines.
En una esquina del salón, que parecía de antaño, estaba él: cuerpo recto, tez blanca, cabellos enrulados. Me observaba en cada paso. Se acercó hacia mí, tomó mi mano y bailamos como dos enamorados de la vida. Me cantó toda la noche. Realmente me sentía rara, muy rara. No quería eso, y no lo necesitaba. Luego de un rato, mi amiga Rocío le pidió un beso. Él se lo dio, y luego acercó su rostro hacia el mío. Sentí sus labios tibios en los míos, casi rozándome.
—No quería un beso —le dije. —Quería dártelo —contestó Daniel.
En ese momento, sentí que mi mundo se encogía. ¿Qué estaba pasando? No lo entendía. ¿Qué sucedía?
Más tarde, Rocío me llamó:
—Gracias. — ¿Qué pasó? —Mira, negri… no te lo quería decir, pero lo voy a hacer. —¿Qué pasó? —¿Sabes lo que decía la carta que Daniel le entregó a Ahílen? —Nunca me lo dijeron. —Bueno… decía: “Gracias por hacerme sufrir, pero te doy mil gracias por haberme hecho conocer a tu amiga Brisa. Estoy re enamorado de ella.” —¿¡Qué!? —Sí. Por eso te odia tanto.
En ese momento sentí que mi mundo caía como un débil cristal al suelo. Esto no podía estarme pasando. No a mí. Si ya me odiaba, con esto directamente me querría comer viva. Decidí salir a tomar aire. No podía con mi dolor. Caminé hacia aquellas enormes puertas de madera que daban al patio en penumbras. Me apoyé contra la pared, agarrándome la cabeza. Era ilógico, pero era real.
De pronto, una voz fuerte salió a mi encuentro:
—¿Qué te pasó? ¿Necesitas algo?
Era él. Daniel, con su andar majestuoso y su porte de chico lindo.
—No. Nada. De todos modos, ¿qué te importa?
Fue lo primero que salió.
—Eh, pará loca. Yo no te hice nada. ¿Qué te pasa? —¿Sabes qué? Nada que te importe. Y ya, déjame sola. —Me parece que te hace falta amor. —¿Qué? ¿De qué hablas?
Me tomó por la fuerza, con sus manos fuertes, agarrando mis brazos. Pude sentir sus labios fríos como el hielo en los míos, tibio y tembloroso de temor. Mi mano pequeña golpeó su rostro, pero él no quería soltarme. No entendía lo que estaba sucediendo. Ese que estaba ahí no era él… o al menos yo creía que era otra cosa.
Sentí su cuerpo presionando el mío con la fuerza de un huracán, dispuesto a arrastrarme. Peleaba contra su fortaleza, pero no podía quitármelo de encima. Su respiración era fuerte, afiebrada. Mi cuerpo y mi corazón tiritaban de miedo. No había nadie ahí. Solo yo, peleando con el fuego de su pasión descontrolada, con su locura de poseerme aún contra mi voluntad.
Sus manos frías sobre mi piel, mis ojos en lluvias constantes, mi cuerpo encerrado en una prisión de carne y miedo. La pasión desbordada se volvió veneno, hiel.
Entonces, una voz cálida, grave y firme interrumpió:
—¡Déjala!
Era Luciano. Su voz era orden. Daniel giró la cabeza, aun sujetándome del brazo.
—¿Vos quién sos? —preguntó. —Déjala o te las vas a ver conmigo —repitió Luciano.
Lo miró. Y al ver su mirada —una mirada de fiera— me soltó.
—Solo estamos hablando —dijo Daniel. —No me gusta tu forma de hablar —respondió Luciano. —Está bien… parece que un héroe te vino a salvar. —Aléjate de ella —le advirtió, mientras se acercaba como un animal salvaje. Su rostro estaba desfigurado de bronca.
Daniel se alejó. Yo caí al suelo, devastada por la lucha.
—¿Estás bien? —me preguntó Luciano, tomándome en sus brazos como si fuera la flor más bella.
—Sí… un poco asustada, nada más. ¿Qué haces acá?
Le pregunté con incertidumbre. Era él. Sí, mi príncipe encantado. Luciano.
En ese momento, cuando me rodeó por la cintura, sentí una paz completa y enteramente suya.
—Nada. Sentí que una mujer hermosa me necesitaba… y acá estoy —dijo.
Lo miré con cierta intriga.
—Ja, ja, ja… vine porque tu hermana me invitó. Y bueno, parece que llegué justo a tiempo. —Realmente sí… gracias, de verdad.
—Parece que últimamente te estás metiendo en muchos problemas. Menos mal que estoy yo —rio con ternura.
Me bajó de sus brazos y me tomó como un príncipe a su princesa.
—Si quieres, te llevo a tu casa. —No, gracias. No quiero arruinarle la fiesta a mi hermana. —¿Vas a volver? —Sí. ¿Te puedo pedir un favor? —Sí. —No digas una palabra de este suceso. —Ok… porque solo vos me lo pedís. Pero si ese imbécil sigue adentro, lo mato. —No, por favor, Luciano.
Su rostro se relajó al ver que Daniel se había ido. La fiesta terminó en paz, y nunca nadie supo de este suceso. Nadie.
Al entrar al salón, los chicos del barrio bailaban y organizaban la próxima fiesta… que sería en casa de Romina.