Al llegar el fin de semana siguiente, partimos al barrio Santo Tomás con todos los chicos y chicas. El camino no era de lo mejor, y el barrio era algo peligroso. La noche estaba lluviosa y fría; el cielo teñido de un gris absoluto y las calles cubiertas de lodo por la lluvia.
Al llegar a la casa de Romina comenzamos con el baile, y me puse a tomar como siempre lo hacía. Esa noche estaba sola. El único que me acompañaba era Ángel… el otro. Mi príncipe parece que no lo dejaron venir, no lo sé. Desde el acontecimiento con Daniel, no lo había vuelto a ver. Esa noche fue algo especial para mí, pero mucho más para mi hermana y Elizabeth.
Recuerdo perfecto a Rafael, un hombre de veinte y tantos —o llegando a los 25— de porte alto, cabellos oscuros, rostro angelical y una mirada tan, pero tan confusa, que era imposible descifrar su personalidad única. Solía ser mi compañero de baile, y después de esa noche pasaría a formar una gran parte de mi vida.
Yo me sentía un poco bajoneada: mi príncipe había desaparecido hacía una semana, no sabía nada de él… pero nada. Me encontraba sentada en una silla, escondida en una esquina de aquella casa, con la mirada perdida. Rafael se acercó lentamente, con pasos suaves.
—No te escondas. Esta noche no es para estar triste, pensando en tu pequeño corazón —me dijo con ternura, acercando su mano a mi pecho. —Bailemos. —Claro, cómo no —respondí, mientras sonreía.
De pronto, su mano me llevó a los brazos de Ángel y él tomó la mano de mi hermana. Me sentí tan completa al verlos bailando juntos. Rafael era de esas personas con un corazón grande, y pensé: ¿Por qué no? Hacen una linda pareja… y de paso mi hermana dejaría de pensar en Federico.
Recordaba que en mis quince años habían tenido algo, pero él, de la nada, luego de un tiempo, se alejó totalmente sin dar explicación. La vi llorar sin entender nada. Quizás esta vez realmente algo bueno sucedería entre Rafael y mi hermana.
—Hola… ¿Estás o no estás? —me dijo la voz angelical de Ángel.
Sonreí con ternura.
—Sí. —Ya me di cuenta. Pensé que esa cabecita se había ido de la Tierra a volar un rato. —Sí, pero ya volví. Acá estoy. —Mejor… ahora vas a saber lo que es bailar con un hombre.
Me tomó de las manos y mi cuerpo parecía volar al compás de sus pasos. Me sentía tan pequeña al ver su estatura tan alta, como un gigante delgado, con esos ojos llenitos de amor para mí. Estaba extasiada por la belleza de su alma.
De pronto, noté que mi hermana había desaparecido. No la veía por ningún lado. Me había entretenido tanto con Ángel que no supe en qué momento se fue.
—¿Mi hermana? —No sé… déjala que se divierta. Bailemos. —¿Dónde está? —Se fue afuera con Rafael. —¿En serio? —Sí. —¡Vamos a humear! —Ok, pero yo no tuve nada que ver —rio.
Lo tomé de la mano y salimos. Al llegar a la puerta, los vi: se estaban besando, en un beso apasionado e interminable bajo la lluvia. Me sentí envidiosa de tal amor y tal suerte. Ángel me abrazó. Me sentí entera, llena. Mi corazón comenzó a galopar, igual que cuando veía a Luciano. No entendía lo que me pasaba.
Tomó mi cabeza y la apoyó en su pecho. Pude sentir su corazón galopando con la fuerza de mil caballos salvajes. Mi sangre hervía con una pasión desenfrenada que no comprendía. Lo observé con ternura. Él me miró con desdén suave.
—Parece que verlo te afectó —dijo, sonriendo.
Agaché la cabeza. Sonrió, y su tierna mano tomó mi rostro como quien acaricia la flor más delicada de la primavera. Lo elevó hacia sus ojos, cielos oscuros e infinitos.
—Eres muy hermosa —susurró mientras acercaba su rostro al mío.
Me llené de incertidumbre, mezclada con amor, locura… no sé. Una mezcla rara de sentimientos. Mis ojos se tornaron brillantes como la luna. La timidez y la vergüenza cubrieron mi rostro.
—No te asustes… yo no te voy a obligar a hacer lo que no quieras. Te…
Y simplemente el silencio cubrió sus labios. No quise preguntarle nada. No me animé a saber qué era lo que me había querido decir. Preferí que callara.
—Vamos adentro. —Dale.
Bailamos toda la noche. En uno de esos lentos que suben de tono, pude sentir su cuerpo delgado y alto rozando el mío, al ritmo de aquella música que lo hacía todo doblemente especial.
—Eres muy lindo. —Parece que la ginebra te afectó —respondió, sonriendo. —De seguro —y me reí. En un momento, parecía que el alcohol ya corría por mis venas. Mi mundo comenzó a girar.
—¿Estás bien? —No… estoy re mareada. ¿Nos podemos sentar? —¿Viste que el alcohol te estaba afectando? —dijo mientras me tomaba entre sus brazos—. ¿Quieres que te lleve a dormir?
—Dale… estoy re mal.
Me tomó nuevamente entre sus brazos y me llevó hacia la alcoba. Me recostó suavemente, con cuidado de no golpearme. Se sentó a mi lado, y yo me acurruqué en su falda.
Toda la noche me observó y me cuidó como nunca nadie lo había hecho. Mientras acariciaba mi rostro con sus dulces manos temblorosas de pasión, mi alma se erguía, envuelta en una ternura suave, hecha de cielo y sombra, de calor y susurros.
Pero él jamás, ni siquiera, intentó volver a acercar su rostro al mío. Y yo quería que lo hiciera… pero mi timidez nunca me lo permitió.