Pasaron varios fines de semana entre fiestas y alcohol. Ya en pleno invierno, Elizabeth tenía la llave de un departamento en el último piso que debía cuidar, ya que los dueños se habían mudado y había quedado solo.
—¿Qué tal si hacemos una fiesta este fin de semana? —propuso Elizabeth. —¡Estaría buenísimo! —respondimos todas con entusiasmo.
Sería nuestra primera fiesta organizada por nosotras, ya que siempre eran los chicos quienes se encargaban. Subimos y, entre mate y mate, limpiamos todo.
—¿Cómo hacemos con la música? —preguntó Elizabeth. —Nosotras nos hacemos cargo —dijo mi hermana—. Hablamos con el papi, le pedimos el equipo y compramos unos CD vírgenes. Después los mandamos a grabar.
—Acá cerca hay un señor que graba CD —dijo Elizabeth. —¡Vamos!
Fuimos, golpeamos la puerta.
—¿Cuánto cobra por grabar unos CD? —preguntó Elizabeth. —Cinco pesos por CD. Tienen que traerme un listado de por lo menos veinte temas por disco —respondió el señor. —Perfecto, gracias.
Volvimos a la casa de Elizabeth y nos pusimos manos a la obra para armar los listados. Todo quedó listo: los CD bien grabados, el equipo de sonido en el departamento.
—Es hora, mujeres, de comprar la bebida —dijo Elizabeth.
Fuimos al súper y cargamos varios cajones de cerveza. Mientras hacíamos las compras, nos reíamos de cómo nos miraban las personas: cuatro mujeres cargando muchísimo alcohol.
—¡Parecemos unas alcohólicas! —comentó una, y todas estallamos en carcajadas.
Nos reíamos de todo, felices, entre bolsas y botellas. Caminamos con el cargamento por las calles del barrio, con esa sensación de complicidad única. Le avisamos a todo el mundo: la fiesta estaba en marcha.
Todo estaba listo.
Realmente, jamás pensé que esa noche cambiaría mi vida. Y jamás podría olvidarla.