El fin de semana siguiente se hizo una fiesta en la casa de Edgardo. Yo, como siempre, estaba algo bajoneada, sentada en una reposera, observando las estrellas y pensando en Luciano.
Él estaba solo esa noche.
Como un deseo tierno que se vuelve realidad, se acercó con las palabras más hermosas.
—¿Qué te sucede? —me preguntó. —Nada… estoy aburrida. —No estás aburrida. Estás decaída. —¿Tanto se me nota? —Sí… porque tus ojitos están chiquitos, y vos sos de tenerlos grandes y bien abiertos. —¿Me estás diciendo ojona? —respondí, sonriendo. —No… solo que tienes una mirada muy transparente. —¿Ah, sí? Mirá que vos también se te nota cuando estás mal. —¿Por qué? —Por el ojito… —dije, con la mirada saltando de un lado a otro. Su presencia me ponía nerviosa.
Me tomó de las manos con una dulzura pura, casi luminosa. Mi corazón galopaba como nunca.
—¿Siempre miras para el costado como si tuvieras a alguien en vista?
—No…
Entonces, con suavidad, tomó mi rostro con ambas manos y lo elevó hacia sus ojos.
—Mírame… y decime, ¿qué ves?
Mi corazón golpeaba mi pecho con una furia hermosa, incontrolable. Parecía que iba a salir corriendo. Cada palabra suya me parecía eterna. Cada segundo, la gloria más grande.
—No lo sé —respondí apenas.
—No… lo sabes. O no me lo quieres decir —dijo, con esa mirada que brillaba como estelas perdiéndose en la noche oscura de mis pupilas.
Agaché la cabeza. Decidí callar. ¿Qué podía decirle?
Sentía que me amaba. Pero no podía ser. Él estaba enamorado de Natalia. Era ilógico pensar en esto.
Y, sin embargo… su presencia me desbordaba.
Su piel blanca como la luna, su cabello oscuro como la noche. Iluminando mi vida con rayos de amor que salían de sus pupilas, tan profundas como la noche misma. Una noche sola… acompañada de dolor y desdén. Porque aún no sabía si era para mí… o para ella.
Seguimos bailando. Nuestros cuerpos hablaban con miradas de fuego y pasión contenida. Y parecía imposible ser más feliz que esa noche.
Inesperada actitud
De pronto, una voz fuerte rompió la música:
—¡Cambien esa música! ¿No ven que quieren bailar más juntos? —gritó Marcos.
Al oír esto, solo giré la mirada. Era él. Celoso. La ira devoraba esos ojos que alguna vez me habían regalado ternura. Bajé el rostro. Decidimos no decir nada. Y ese silencio fue pólvora: Marcos, al notar nuestra indiferencia, lanzó la botella de cerveza con violencia. Estalló contra el suelo, dejando un charco dorado mezclado con vidrios marrón profundo.
Se abalanzó contra Luciano como un demonio lleno de odio.
Luciano me empujó lejos, protegiéndome del ataque. Caí al suelo, golpeada contra el piso , Él cerró el puño y lo lanzó directo al rostro de Marcos. Este cayó, pero se levantó como si nada. La sangre tiñó las manos de Luciano de un rojo profundo. El rostro de Marcos, cubierto. Las gotas caían en silencio, como si él mismo se derrumbara hacia su propio precipicio.
Me incorporé y me coloqué entre los dos. El rostro de Luciano estaba desfigurado por la furia. Lo vi, y lo supe: estaba dispuesto a todo con tal de que Marcos no me lastimara.
Me dolía el cuerpo, pero abracé a Marcos con toda mi fuerza, como si con ese gesto pudiera devolverle algo de humanidad. De pronto, sentí un ardor frío en el brazo… y luego, calor. Un vidrio, ahora teñido con el rojo de mi sangre, cayó al suelo.
Al ver esto, Marcos cayó de rodillas. Desbordado.
—Perdón… yo solo… perdón. Te juro que no fue mi intención. Nunca quise hacerte daño.
Le pedí a Luciano que se calmara. Él avanzaba como un lobo.
—Necesito hablar con él —le dije, frenándolo con el cuerpo.
—¡Ese tipo está loco! —respondió.
—Por favor… no me va a hacer daño.
Lo solté de a poco. Luciano no quería que me acercara a Marcos, pero tenía que hacerlo. La herida no era tan grave. Solo un corte pequeño.
—Está bien —cedió—. Pero primero te vamos a curar.
—No… necesito hablar con él.
Me acerqué. Marcos, arrodillado, lloraba como un niño. Le tomé el rostro y lo miré con ternura.
—Tranquilízate…
—¿¡Que me tranquilice!? ¡Mira lo que te hice! —hablaba entre sollozos.
—No es nada, es solo un rasguño.
—¿Un rasguño? No te hace perder tanta sangre…
—Marcos… eres alguien muy especial. No malgastes tu vida en esto.
—Yo te amo.
Lo abracé. Como nunca pensé que lo haría. Él se quebró.
—Te prometo que no te voy a molestar más. No quiero seguir lastimándote.
—Gracias. Cuentas conmigo para todo. Pero no me pidas que te vuelva a amar. No me lo pidas.
—No te voy a pedir que me vuelvas a amar. Pero vos… no me pidas que te deje de amar.
Mi corazón se encogió. Esa respuesta me partió en dos. Y aun así… creí. Creí que nunca más me haría daño.
La fiesta terminó. Todos parecían tranquilos, pero no dejaban de comentar lo sucedido. Marcos se fue. Tal vez para no volver. O al menos, para no repetir algo semejante.
Sentí tristeza por él. Jamás supe cuánto me amaba. Y tampoco imaginé cuánto daño podía causar.
Mi mente giraba, como en un torbellino. Nada tenía sentido. Todo era un ruido de fondo.
Entonces, Ángel se acercó con pasos lentos.
—Parece que tienes la capacidad de volver locos a los hombres…
—No creo… aunque me siento muy mal. No tienes idea cuánto.
—Lo sé. Eres… —y no terminó la frase.
—Gracias. Pero siento que la vida me está castigando por algo que quizás hice… y no me doy cuenta.
—No hiciste nada. Solo te aman… con locura.
Y se fue. Caminó con esos pasos largos, hermosos, que también… también ponían de cabeza mi mundo.
Porque su amor, ese amor mudo, también me consumía el alma