Ese fin de semana todo estaba listo para la fiesta. Los chicos comenzaron a llegar… pero Luciano nunca apareció. Estaban absolutamente todos, menos él.
Esa noche estuve con Ángel. Bailamos sin parar. Era tan feliz a su lado que, por momentos, ni recordaba a Luciano.
Hasta que apareció Lisandro.
—Miércoles… parece que ninguno te viene bien. Pero, ¿qué se puede esperar de vos? —dijo con desprecio.
—Discúlpame… ¿Qué problema tienes conmigo?
—¿Problema? Ninguno. Pero no me gusta que hagas sufrir a mis amigos.
—¿De qué hablas?
—¿De qué hablo? ¡De Luciano! ¡De Marcos! ¡Y ahora Ángel! ¿Quién te crees que eres?
Ángel lo estaba escuchando, y pude sentir cómo la bronca lo invadía.
—Pará, Lisandro. Te estás yendo al carajo. No la jodas a la flaca —le advirtió Ángel.
—¿Que no la joda? Esta mina no vale nada.
—Ándate, o te parto —dijo Ángel, sin rodeos.
—¿Vos la vas a defender? —disparó Lisandro.
Sus miradas se cruzaron como cuchillos. Yo no entendía ese odio. Nunca supe por qué me detestaba tanto.
—Lisandro, ándate. O deja de romper los huevos.
—¿Qué, me vas a pegar?
—Si es necesario… sí.
—¡Paren los dos! ¡Córtenla! —grité—. Lisandro, déjame de joder. No arruines la fiesta.
—¡Vos arruinaste todo desde el día que apareciste en este barrio!
Me tomó del brazo con violencia. Sentí cómo su mano fuerte me cortaba la piel.
En ese instante… una mano se estrelló contra su rostro. Todo fue un caos.
Gente que los separaba, otros que gritaban, otros que miraban. No sé en qué momento la puerta del departamento se abrió. Solo recuerdo ver a Lisandro corriendo… y a Ángel saltando por las escaleras del tercer piso como nunca lo había visto.
Bajamos corriendo detrás. Nadie sabía cómo había llegado todo a ese punto. Yo tampoco. Solo sé que lo abracé como jamás imaginé que lo haría.
—¡Suéltame! ¡A este hijo de puta lo mato! —gritaba Ángel.
—No, por favor, Ángel. No lo hagas.
—¿Por qué? ¿Lo vas a defender?
—No es por él. Es por vos. No lo hagas. ¡Déjalo!
—¿Por qué debería?
—Porque yo te lo pido…
—¿Con qué motivo?
No lo pensé. Solo actué.
Mis labios buscaron los suyos. Y lo besé… como si el mundo se hubiera detenido solo para eso.
Logré calmarlo. Y al ver aquel beso, Lisandro se retiró.
La madre de mi amiga, al ver todo el lío, salió y terminó con la fiesta:
—¡Se van todos ya de mi casa! ¡No los quiero ver por acá!
Subimos a buscar nuestras cosas. Pero entonces alguien preguntó:
—¿Y ahora qué hacemos con toda la bebida?
—No sé…
—¿Ustedes qué dicen?
Edgardo, entonces, propuso:
—La fiesta continúa en el terreno de mis viejos.
—¡Listo! —dijimos todos, entre risas nerviosas y alivio.
Por suerte, la noche siguió en paz. Bailamos hasta el amanecer. Cada una con su pareja. Todos felices… como si nada hubiera pasado.
Pero con el paso del tiempo, sin saber nada de Luciano, me empecé a preguntar:
¿Qué me está pasando? No lo entiendo… Tanto que lo amo, y acá estoy, luchando por algo que quizás no existe. Por algo que ni siquiera se nombra.
—¿Qué te pasa, flaquita? —me preguntó mi hermana.
—Nada… solo que no logro entender bien lo que me está sucediendo.
—Es muy difícil resolver cada una de nuestras preguntas. Pero si de algo te sirve, cualquier cosa que necesites… ya sabes: cuentas conmigo. Y no te preocupes tanto. Las mejores cosas llegan cuando menos las esperas.
Le sonreí con ternura.
—Gracias, Mili. Vos también contás conmigo.