La Orden del Padre.
La mansión se alzaba en medio de la noche como un castillo maldito, iluminada apenas por la luz pálida de la luna. El viento helado atravesaba los corredores de piedra y hacía crujir las ventanas, como si incluso la propia naturaleza temiera lo que allí habitaba.
Damian, con sus más de mil años de existencia, permanecía de pie frente a su padre, un vampiro de mirada feroz y colmillos que parecían haber probado la sangre de miles de víctimas. La voz de aquel ser resonaba grave, cargada de odio y desprecio.
—Los humanos son escoria —escupió su padre, con los ojos inyectados en rojo—. Y esa recién nacida es un error que no debe existir. Esta noche, hijo mío, demostrarás tu lealtad. Ve y acaba con ella.
El silencio pesó en el aire. Damian no respondió al instante; su mirada oscura se clavó en las llamas que crepitaban en la chimenea, como si buscara en el fuego una respuesta distinta a la que sabía que debía dar. A pesar de su edad y fuerza, había algo en su interior que se resistía a obedecer ciegamente.
—¿Una bebé? —murmuró con un tono bajo, apenas audible.
El padre se levantó de su trono de piedra, imponente, acercándose a él con pasos lentos pero firmes.
—Sí, una simple bebé humana —gruñó—. No importa su edad ni su inocencia. Un humano siempre será una amenaza para los nuestros. Quiero su corazón dejado de latir antes del amanecer.
Damian apretó los puños, inclinando la cabeza en señal de obediencia. No podía desafiarlo… no todavía.
Horas más tarde, el vampiro atravesaba las sombras de un pequeño pueblo adormecido. Sus pasos eran silenciosos, apenas un murmullo en la brisa nocturna. Nadie lo veía, nadie lo oía. Solo sus ojos plateados brillaban bajo la oscuridad.
Llegó hasta una casa sencilla, de paredes claras y un jardín donde el rocío todavía humedecía las flores. Trepó por el muro con la agilidad de una criatura inmortal, posándose en el alféizar de la ventana iluminada por una tenue luz. Dentro, el llanto de la bebé se mezclaba con la respiración tranquila de sus padres, dormidos en la habitación contigua.
Damian empujó el cristal y se deslizó hacia dentro. Sus colmillos brillaron apenas la vio. La pequeña criatura descansaba en su cuna, envuelta en mantas suaves. Sus diminutas manos se agitaban en el aire, y cuando sus ojos se abrieron, un par de iris azules lo miraron directamente a él.
Ese instante fue como una daga en su interior. La bebé no lloró, no gritó. Al contrario: le regaló una sonrisa inocente, luminosa, como si lo reconociera, como si supiera que él no podía hacerle daño.
Damian tragó saliva. Sus colmillos retrocedieron, ocultándose. Se inclinó sobre la cuna, escuchando el ritmo apacible de su pequeño corazón. Bastaba un segundo, un solo movimiento, para cumplir la orden de su padre.
Pero no pudo.
Algo en esos ojos azules lo encadenó. Algo que no había sentido en siglos: calidez. Humanidad. Esperanza.
—No puedo —susurró, acariciando con la yema de sus dedos el borde de la manta.
Con un último vistazo, se esfumó entre las sombras, dejando a la bebé dormir en paz.
Esa noche, Damian regresó a la mansión y, frente a su padre, sostuvo la mentira que cambiaría su destino.
—Está hecho —dijo con firmeza.
Su padre sonrió, complacido, sin sospechar que la vida de aquella niña seguiría latiendo… y que, años más tarde, ese secreto los arrastraría a un destino imposible de evitar.