Condenados [saint Seiya]

Capítulo 6 | Quiero Protegerte

—No.

Mi respuesta fue rápida. Estaba completamente segura de ella.

Miré a mi hermana y noté como la angustia se filtraba en sus ojos, sin embargo, al igual que Camus, intentaba que sus emociones no se notasen, por lo que todo su rostro se libró de cualquier emoción. No podía saber que pasaba por su mente con solo mirarla.

Y eso me frustraba.

—¿Prefieres ser tú quien caiga primero? ¿Qué te sacrifiquen a ti en lugar de poder librarte?

Fruncí el ceño y apreté los labios en una línea.

—Si realmente me conocieras sabrías la respuesta a eso—Mustié—. No voy a hacerles eso, no voy a enviarlas al matadero.

Mila negó con la cabeza.

—Camus está de acuerdo conmigo—Recalcó—. Hablará con Milo si es necesario, haremos todo para protegerte.

—No lo necesito, Mila. Nunca he necesitado que alguien libre mis batallas, puedo hacerlo por mi cuenta y, si el Santuario quiere mi cabeza, les va a costar trabajo tenerla.

🌠🌠🌠

Habían pasado dos días y, en lugar de incrementar el entrenamiento hasta hacerlo exhaustivo, pareciera que he vuelto a cursar los primeros niveles. Los primeros escalones de la cadena.

Miré a mi alrededor, Saga y Gabriella luchaban sin piedad y restricciones al igual que Melek y Aioria, e incluso Aria y Afrodita entrenaban más arduo de lo que Milo y yo lo hacíamos.

Elevé una mano y le hice una señal para que entendiera que necesitábamos una pausa. Y no era porque estaba cansada, porque para nada era así, si no era que…

—Necesitamos hablar.

Milo echó un vistazo rápido a todos los alrededores antes de devolver su mirada zafiro a mi persona.

—Aquí no—Sentenció—. Te veo en la roca a media noche. Que nadie te siga.

Lo miré extrañada, sin embargo, no dejó que dijera algo al respecto, simplemente se paró firme y dijo:

—El entrenamiento ha terminado. Nos vemos mañana en el combate.

—Vale.

Entonces, cada quien tomó su camino por separado.

-

—¿A dónde vas? —La gélida voz de Camus resonó en todo el templo de Acuario—. Sabes que no puedes salir a estas horas.

Solté un bufido.

—No se suponía que estuvieras despierto—Mencioné—. Ahora me has arruinado los planes de ir a echar un polvo.

Camus no era fácil de enojar, o de siquiera lograr que mostrara alguna de sus emociones, sin embargo, ese simple comentario había logrado mi objetivo: Desconcertarlo.

—¿Qué? —Mustió con confusión— ¿Qué ibas a dónde?

—Ya te lo dije, pero me lo has arruinado.

—¿Con quién?

Sonreí.

—Alguien de Rodorio—Mentí—. Lo conocí cuando fui a visitar la ciudad la semana pasada, es un buen tipo. Creo que va a pedirte mi mano.

Camus abrió mucho los ojos.

—Nombre—Exigió—. Dame el nombre.

—Antonio Delano—Volví a mentir, aguantándome lo más que pude una carcajada—. ¿A que su nombre también está guay?

Él no dijo ni hizo más que enarcar una ceja, girarse en sus talones y comenzar a caminar con dirección a la salida delantera del templo.

—¡¿A dónde vas, Camie?! —Chillé.

Mi hermano se dio media vuelta, encarándome.

—A eliminar emociones inútiles y que no me sirven de nada—Dijo—. Olvídate de salir, Grett. Estoy seguro de que Delano estará ocupado por mucho tiempo.

Entonces, lo vi salir del templo y cuando pude sentir su cosmo a las afueras del Santuario, comencé a dirigirme a donde Milo me esperaba.

Nunca iba a subestimar la sobreprotección de hermano mayor de Camus.

Cuando llegué lo vi ya sentado en la inmensa roca, su cabello azul ondeaba con el viento e incluso, conforme me acercaba, pude percibir un delicioso y cautivador aroma provenir de él. No tenía puesta la armadura, simplemente portaba ropa tan mundana que debía de ser pecado que se le viera tan bien.

Sacudí mi cabeza, intentando alejar cualquier tipo de pensamiento de ese estilo que comenzaba a surgir en mi mente y caminé la distancia que nos separaba.

—Antes de que digas algo, porque sé que lo dirás—Sentenció Milo—, mi respuesta es no.

Lo miré, ofendida.

Sus ojos resplandecían con la luz de la luna que nos envolvía.

—Entonces venir aquí fue una pérdida de tiempo. Y no tengo nada más que decir.

Hice el intento de levantarme, sin embargo, un agarre en mi brazo me lo impidió.

—Suéltame—Exigí.

—Y tú escúchame.

Desvié mis ojos de los suyos y me solté de su agarre, plantándole cara.

—Tienes un minuto.




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